domingo, 7 de junio de 2015

La esposa del diputado

Si alguien se sintiese lo suficientemente audaz para añadir un capítulo a la obra siempre incompleta de la Comedia humana, ese hombre de fe robusta, al igual que temerario, tendría el deber de reservar un lugar de honor a los tipos femeninos que nuestra organización democrática ha hecho despuntar: «La esposa del diputado», «La esposa del Prefecto», «La esposa del Ministro», etc., etc.

LA ESPOSA DEL DIPUTADO

¿Quién era la esposa del diputado antes de ser algo? La esposa de un abogado de octava fila en una de esas buenas plataformas de provincias que los reformadores de la magistratura destruirán una de estas mañanas.
Vivía como buena burguesa en su agujero provinciano, contenta con su suerte… Pero, apareció una aureola… ¡Hela aquí!... el escrutinio ha hablado: se lo esperase o no. Ha sido proclamado el Sr. Durand… Su esposa se había dirigido a la subprefectura para conocer allí el resultado de los despachos. El subprefecto ha querido que la señora del candidato fuese informada la primera, y radiante, completamente orgullosa, ha corrido ante su marido que estaba perorando en un club electoral:
–Durand, hemos sido elegidos!....
Entonces se ha iluminado la fachada del Hotel de la Villa… Unas jovencitas han llevado flores… Se ha interpretado la Marsellesa

¡Elegidos!... La alegría de la esposa no conoce límites. Esta elección es un triunfo suyo obtenido a base de charlas. Pese a estar mal dotada, ha pronunciado bastantes palabras para conquistar los sufragios: realista con estos, roja intensa con los otros, imperialista con aquellos y un poco de todo con los indiferentes.
¡Elegidos!... Esa palabra en París supone una influencia considerable; esa palabra supone una nueva existencia, los honores, las felicitaciones, todo el trajín de la vida parlamentaria.

***

La buena Sra. de Durand ha llegado a la capital; ha llegado embriagada por el éxito; y hete aquí que ese gran diablo de París, que ve tantas y tan honorables mujeres, no le ha prestado ninguna atención.
Los salones han permanecido cerrados: las visitas han sido escasas. Apenas, de vez en cuando, en la bruma de un día de lluvia, la dama ha recibido algunas invitaciones oficiales, y aún allí, en el mundo de los ministerios, se la ha tratado como una extraña, y la pobrecilla ha sentido nauseas y pesar: se la había invitado para hacer bulto.
Y dulcemente, esta burguesa de Francia, que en su distrito electoral se levantaba al amanecer, usaba sus viejas faldas por la mañana y cuidaba su ajuar, ha sentido como una metamorfosis de su ser. En el fondo añora las alegrías pasadas, la serena calma del pequeño pueblo: ha vuelto a ver como en un espejo la casa de la calle del Carro de oro, la casa blanca con contraventanas verdes, con su jardín de senderos rectos, el despacho de su marido, el célebre Sr. Durand; ha vuelto a ver los clientes que, los días de mercado, venían a llenar la cocina con regalos destinados al bufete de Freneuil-les-Aulnes: aquí un par de pollos, aquí, un lucio de río, aquí una cesta de uvas…
Pero, la señora del diputado ha querido ser una esposa viril, y ha olvidado las nieves de antaño; a veces incluso ha olvidado rogar al buen Dios. La indiferencia de la gran ciudad ha agriado su carácter: es una mujer vengativa.

***

Señora del diputado.- La he visto destacando en el salón de la prefectura de su distrito, abrumando con su desdén a las esposas de los funcionarios y cubriendo a la prefecta con su protección. La prefecta, se veía pequeña al lado de la visitante… De mujer a marido, de diputado a ministro… Usted me entiende, ¿verdad?
Señora del diputado.- La he encontrado en Frenueil-les-Aulnes: era el terror de la administradora de correos y de la institutriz, dos mujeres trabajadoras y pobres; y si a veces, en el camino polvoriento, la marquesa de Letorière – la rival vencida – pasaba en un hermoso coche, un poco oscilante, un poco altiva, he visto a la señora Durand plantarse con solidez sobre la ruta; la he escuchado murmurar estas palabras: – «Yo soy algo y usted, usted no es nada.»
Pero, donde he visto a la señora del diputado, en todo su esplendor, es en las sesiones de la Cámara.
El Palacio-Borbón, es el palacio de la Sra. Durand: la dama reina allí como dueña y señora. Los discursos vacíos, las banalidades que llueven allí abajo no le dan miedo; ella es aguerrida, tanto por situación como por convicción.
Grande, delgada, morena con ojos de llama, ve todo, escucha todo. Nada de lo que pasa en el cajón legislativa le es extraño. Su largo vestido negro, su sombrero oscuro, sus botines gastados – indicios de una mujer honrada – se arrastran un poco por todas partes, en los corredores, hasta en la tribuna de los periodistas.
No estoy inventando nada. Todo esto lo he visto y millares de personas lo saben tan bien como yo.

***

Los Durand no son ricos. La vida es muy cara en París; se han refugiado en una de las pequeñas calles vecinas a la Cámara de los diputados. La Sra. Olympe Durand – una mujer que llega a la cuarentena – ustedes lo han adivinado, ha llegado ser parte esencial de las sesiones.
El apartamento – amueblado – cuesta unos mil cuatrocientos francos; pues advertirán que la nueva situación del Sr. Durand le priva de su clientela. Con los 9000 francos destinados al representante del pueblo de Freneuil-les-Aulnes, uno vive tan bien como mal, más bien mal que bien. Los hijos – dos grandes muchachotes de catorce y dieciséis años – hacen sus estudios como internos en el Instituto Saint.Louis: salen todos los jueves y acuden a comer el guiso en familia. Ya advierten –leen los periódicos – que su mamá es bastante fastidiosa con su política. Los pobrecillos no saben nada. Solo, el abogado de Frenueil-les-Aulnes podría ser llamado como testigo.

***

Hace bien poco, una bonita escena ha tenido lugar bajo las cortinas.
Douglas-Jerrold, el autor tan popular de los líos inter familiam, jamás ha descrito nada semejante.
El diputado había ido a cenar al domicilio de un colega soltero, y su esposa lo ha esperado, sepultada bajo un montón de periódicos – casto pudor de una hija de Eva que está en el meollo.
Durante el día, la Sra. Olympe había regresado desanimada de la sesión. Durand había prometido hablar y no lo había hecho.
–Evariste, no has tomado la palabra.
–?...
–Sí, señor: sé lo que digo… Escucha: he hecho todo lo posible para que tu candidatura alcanzase el éxito; me he tenido que acomodar con la Sra. Loudois a quién detesto… He dicho por todas partes que era republicana cuando me burlo tanto de la republica y de los republicanos como de mi primera camisa… Hemos ganado… Somos elegidos… En Freneuil se te va a tomar por un idiota…
–?...
–Bueno, no vale la pena reprochar a tu predecesor guardar silencio puesto que tu hablas todavía menos que él… ¿dices que has sido interrumpido?... Eso no es suficiente… ¡Ah! ¿Acaso te estabas durmiendo?...
–?...
–No he acabado, señor Durand…. ¿Cómo votarás el proyecto de ley presentado por el Sr. X…. ¿No respondes?
–?...
–Hemos acordado para…
–?...
–Será en contra.
–!!
–¿Suspiras?... No eres hombre… Pero no dormirás… He prometido a nuestros electores velar por ti y considero que has de ejercer de una manera concienzuda el mandato que te ha sido confiado…. ¿Has ido al ministerio?... Me habías prometido la revocación del perceptor… ¡Oh! ya lo sé, vas a decir que las mujeres no deben ocuparse de política… Señor Durand, las mujeres tienen el deber de poner a sus maridos en el buen camino cuando se apartan de él…. Regresemos a la cuestión del divorcio… Has actuado de soslayo, señor abogado… Vamos, confiésalo.
–?...
–Has votado contra el divorcio… pienso… has creido tal vez que tu esposa no estaría halagada al saber que un día tendrías el derecho de romper los lazos del matrimonio… Olympe, caballero, deja al margen su humilde personalidad cuando se trata de lo público… Eres grotesco…
–?...
–Sí… grotesco…
–?...
–He dicho… grotesco…
–?...

***

Llegan las vacaciones. Está bien ser otra cosa; pues – así como decía la señora Durand:
–Mientras estamos en Paris, el otro trabaja. En las nuevas elecciones habrá cinco años de candidatura, y cinco años de candidatura – mire usted – son más de cinco años de legislatura.
El otro, es decir Dumont, el adversario derrotado y no contento, un médico del pueblo.
El oficial de salud Dumont era republicano sin epíteto; para batir a Dumont, la Sra. Durand ha dicho a su esposo: –¡Sé radical!
Y Durand se ha radicalizado.
Dumont es un ingrato. No debía olvidar que se le ha condecorado el 14 pasado y que debe su condecoración a su agraciado rival …. ¡Basta!... Dumont quiere conseguir la legislatura y hace todo lo que puede para hacerse con la opinión pública de Freneuil-les-Aulnes en su favor.

****

Y como eso y como aquello, esta burguesa que he conocido antes tan modesta y maternal, va a abandonar Paris con una expresión hosca.
En efecto, ¡desgraciado quien no comparta las creencias de la señora del diputado!
Es feroz en sus odios, y lo que un hombre no tendría ni el valor ni el gusto de hacer, ella lo lleva a cabo sin pestañear.
De ahí, esas mil vejaciones a los vencidos de antaño; de ahí, esos rumores de salón a salón que envenenan el pequeño pueblo; de ahí, esa especie de inmodestia – perdón – que hace que la mujer salga de su rol y que aquella a la que nuestras madres y nuestras hermanas nos han enseñado a venerar como el ángel del hogar y de la misericordia, no es más que, demasiado a menudo, un diablo peligroso y maléfico.

***

Las señoras del diputado son numerosas.
He visto muy de cerca a todas esas CABEZAS LOCAS – escandalosos clarines de los amores propios heridos y de los rencores insatisfechos. – Las he visto corriendo a las puertas de los ministerios y prefecturas para obtener desplazamientos y revocaciones.
Y lo que más dolorosamente me ha conmovido, es ver a las «politicastras» servirse de la belleza – si la tienen – de la gracia – si no la han perdido – para apelar más a menudo a la mano que golpea que a la que da.
La Sra. Durand no tiene belleza ni gracia. Pero, créanme, esta provinciana – no bonita del todo, un poco menos amable que bonita, a la que el asfalto quema los botines gastados – indicio de una mujer honesta – tiene el odio oculto en alguna parte bajo la casta lustrina de su corsé.
¡Que Dios nos guarde de las iras de la Sra. Durand!

Jean Tolbiac.
(pseudónimo de Jean-Louis Dubut de Laforest)
Publicado en Le Figaro el 11 de julio de 1882.

Traducción de José M. Ramos González.