Abandonando París, el otro día, no
esperaba terminar mis vacaciones en los Bajos Pirineos mediante una visita a
las Vírgenes y Arrepentidas, y, hombre poco devoto, mucho menos esperaba
encontrar allí una enseñanza de alto alcance filosófico y social.
En Biarritz habíamos explorado la
Négresse, el Viejo Puerto, la Costa de los Vascos, la Barre, los vestigios del
castillo de Ferragus, ese edificio del silgo XIII que defendía el puerto; desde
lo alto de la Atalaya, había oído la furiosa y terrible canción del mar, sus
gruñidos, el ”bouhum” de la Roca inclinada; habíamos descendido a la Cámara de
amor. Finalmente, cuando regresábamos de la Villa Eugénia, hoy abandonada,
desnuda, con su aspecto de cuartel vacío, su parque devastado y el tranvía a
vapor aullando a los muertos del castillo imperial – sobre la ruta de Bayona,
alguien dijo:
–¿Y el Refugio? ¿Y las
Bernardinas?
–¡Bah!–respondí yo – ¡un convento,
un convento de mujeres! No nos dejarán entrar, o solamente nos permitirán ver
cosas muy conocidas y sin interés.
–En eso estás equivocado – declaró
mi interlocutor.
Partimos a pie desde Bayona; seguimos
las soleadas riveras del Adour. Entramos en las landas y el paisaje se tornó
triste. Ya no más villas coquetas, ni mármoles rosas, ni frondosidades graciosas,
ni escalinatas dentadas; ni españoles y mantillas, ni abanicos; – nada más que
arena, niebla y, allá abajo, inmensas olas cantando la gloria de la creación.
Al llegar a la colonia religiosa,
una hermana acudió a abrirnos y nos condujo ante la Superiora, la Madre
María-Elisabeth. Es una hermosa mujer de apenas cuarenta años, muy recta, el
rostro rosado y los labios sonrientes, los ojos inteligentes y atravesados de
dulces brillos, de una infinita bondad. Se adivina en ella, bajo su toca blanca
y bajo su vestido azul, a la generala de las sirvientas de María.
–Caballeros, – nos dijo– voy a
rogar a una hermana que os acompañe.
No creo que muchos monasterios de
mujeres reciban así las visitas de hombres; pero la madre Elisabeth se limitó a
ejecutar las prescripciones del fundador de la orden, el abad Cestac, y he aquí
precisamente la originalidad y la magnificencia de la obra:
«Mi casa, escribe el Sr. de Pesquidoux, según el dictado del
propio abad Cestac, mi casa está abierta a todo el que llegue y a todo el que
se va. Hombres, mujeres, cristianos, incrédulos, amigos, enemigos, todos tienen
el derecho de acudir cada día, a cada hora; todos pueden mirar, quedarse, trabajar,
irse y volver cuando les parezca.
» La libertad y la luz, tales son las dos bases esenciales
de mi fundación…»
¿Entienden?... ¡La libertad y la luz!
Naturalmente, el abad Cestac informa de todo a su Dios, a la
Virgen, a los Santos. El infierno de sus pruebas, de sus luchas y de sus
dolores, las amenazas de prisión por una labor ordenada y no pagada, los
insultos que recibió cuando se le incriminaba por mezclar jóvenes huérfanas con
prostitutas, por corromper las blancas vírgenes al contacto de las negras
ovejas, de fundar una abadía alegre de Télamo o, peor aún, una isla de Lesbos –
todos esos oprobios y todas esas ignominias, el curita campesino, el gran revolucionario,
las ha soportado con valentía, y su orgullo triunfal se exhala, una vez él
muerto, en un hosanna, en un cántico de gracias eternas.
El Sr. de Pesquidoux y los sacerdotes que han dedicado biografías
al abad Cestac, muestran al hombre de Dios y sus virtudes evangélicas; y yo,
profano, me gustaría descubrir al filósofo y estudiar al apóstol social, al
renovador humano.
La historia del monasterio de Anglé es bastante curiosa. La
resumiré:
Una mañana, dos mujeres huidas de una casa de tolerancia fueron
a golpear en la puerta del abad Cestac. ¿Qué hacer con esas fugitivas? ¿Dónde
meterlas y como alimentarlas? Cestac ya había recibido visitas similares y
dirigido a las visitantes hacia los Refugios de Montpellier, de Montauban y de
Toulouse. Esos establecimientos desbordaban. Entonces, el sacerdote tuvo la
idea de ocultar a las damas en su desván, el desván de las huérfanas.
Hay algo muy parecido en una de las obras maestras de mi
ilustre amigo Guy de Maupassant, pero se trata de una prostituta que se venga
de un oficial prusiano y que el cura acoge, no en el desván, sino en un
campanario[1].
Pronto, a esas huérfanas y a esas prostitutas se unieron
otras infelices. El sacerdote las llevó por el río: construyeron cabañas de
paja y allí vivieron, trabajando las planicies estériles abandonadas por el
hombre.
La hermana nos condujo y nos llevó por los cultivos. Esa
tierra perdida entre el cielo y el agua, toda esa campiña bulle de
arrepentidas, cavadoras, escardadoras, carreteras, segadoras, uniformemente
vestidas de azul, con los pies desnudos en unas sandalias de cáñamo y cubiertas
con un amplio sombrero de paja sobre sus tocas blancas; llevan un escapulario,
una gran cruz de cobre. De vez en cuando, se arrodillan, besan el suelo, con el
rostro cubierto por un velo blanco que protege sus ojos del astro de oro, esas
formas humanas prosternadas se levantan con el azadón en las manos. Trabajan;
son panaderas, ganaderas, carpinteras, zapateras; van por todas partes y se les
reclama sus servicios: cuidan enfermos, instruyen a niños, asisten a los
ancianos, velan y amortajan a los difuntos, igualmente prestas a todos los
deberes del sacrificio y de la caridad.
Ahora, la vanguardia de las Arrepentidas, las Vírgenes
Bernardinas salían de la capilla y desfilaban una a una, silenciosamente, en el
declinar de la tarde. Estaban todas vestidas de blanco, con velo, y marcadas a
lo largo de la grácil espalda con una enorme cruz oscura. Nosotros nos
apartamos, y ellas ganaron sus celdas.
Vírgenes Bernardinas, forman el blanco del rebaño, no hablan
nunca entre ellas, jamás hablan con nadie, aparte de sus confesores, y no
frecuentan nunca a las Arrepentidas – y trabajan. Visitamos los almacenes. Allí
se fabrica todo tipo de objetos, ajuares de novias, ornamentos de sacerdotes, además
de vestidos, faldas, camisas, encajes, hasta las pellizas, capas, manteles para
altar, incluso muñecas vestidas de Bernardinas (capuchón, vestido y manto de
lana blanca, cuerda alrededor de los riñones, crucifijo, etc.); también
colchones.
Aquí, como allá, en el campo de las prostitutas como en el
claustro de las vírgenes, se da la oración, pero con el trabajo.
Cuando estudio a Darwin y El Origen de las especies, o a Herbert Spencer sobre sociología, siempre
observo la constatación del mal y nunca percibo ni un atisbo para remediarlo.
Entre nosotros, el Sr. Fouillée y el conde de Haussonville buscan dicho
remedio; pero los unos y los otros, que aclaman o desaprueban la caridad, se
detienen ante los medios de justicia reparativa y contractual.
Spencer, en su obra The
Man versus the State, lejos de alentar y ayudar a los desdichados y a los
débiles, según las doctrinas del abad Cestac, y lejos de lamentarlo, dice: «La
pobreza de los incapaces, la torpeza de los imprudentes, la eliminación de los
perezosos, y este empuje de los fuertes que arroja a un lado a los débiles, son
los resultados necesarios de una ley general y bienhechora.» Luego concluye: «Si
la multiplicación de los peor dotados estuviese favorecida y la de los mejor
dotados en recesión, se produciría una degradación progresiva de la especie, y
esta especie degenerada daría lugar a las especies con las que ella se
encontraría en lucha o en competición.»
¡Hurra por la especie! ¡Viva Leopardi!
So che natura é
sorda,
Che miserar non
sa.
Che non del bel
sollecita
Fu, ma dell esser
solo.
«Sé que la naturaleza está sorda, que no conoce la piedad y
que solo se preocupa, no de la felicidad, sino únicamente de la existencia.»
La especie está contenta, la naturaleza jubila, y el individuo
sufre. ¿Es nuestra misión inmiscuirnos en los asuntos de la naturaleza y
proteger a la especie contra el individuo, contra el género? ¿Quién nos obliga
a ello y de qué nos sirve soñar con un mundo perfecto en el año 6000? Esta
inmolación de los desheredados, esta imperiosa necesidad de anularlos, a fin de
fortificar el «tipo» mediante sucesivas evoluciones, ¿tienen una fuente justa o
incluso sentido común?
¿Y además, la hecatombe haría a la especie mejor y más
feliz? Tengamos la imagen de un ideal humano – y no la tenemos – que nada pueda
romper las leyes de armonía y de amor. La naturaleza quiere fuertes y débiles,
y tiene en reserva esos elementos diversos cuyas causas ignoramos y cuyos
efectos nos vemos impotentes en detener.
No tratemos de perfeccionar al hombre de los siglos futuros
(destruyéndonos a nosotros mismos) y conformémonos con mejorar el destino del
ser presente.
Desde luego, poseemos brillantes teorías sobre cuestiones económicas,
y no encuentro estadísticos de primer orden que digan el número de indígenas de
la Maub y la población nómada del Matelas
Epatant. Se conocen de maravilla el total de los sufrimientos parisinos y extranjeros;
se devora la lista de fallecimientos e inhumaciones, y nos faltan ocho suicidados
en una misma noche para ponernos de pie y convencernos de que no todo va bien,
bajo la tercera República, ni en otra parte.
El Emperador de Alemania, adivina el peligro; escucha el
trueno; mira el cielo de las victorias enrojecer; escucha a la tierra temblar y
se sume en serios problemas. ¿Dónde está el Parlamento francés con las reformas
sociales, el estudio de las sociedades mutuas y cooperativas? El Parlamento
parlotea y muere.
Hoy, son mujeres, Vírgenes y Arrepentidas quienes dan un ejemplo
de la solidaridad. Los habitantes del Refugio presentan un cuadro restringido
de un falansterio de Fourier. Pero, dirá usted, y usted tendrá razón, ¡si todas
las mujeres actuasen de igual modo, el mundo pronto habría acabado! Estoy de
acuerdo. ¿Qué impide entonces a nuestros dirigentes crear falansterios para los
dos sexos? Hay en las Landas, en el Limousin, en Bretaña, en Argelia, terrenos
sin cultivar. ¿Por qué no enviar a los obreros y obreras sin trabajo? La agricultura
carece de mano de obra? ¡Pues hete aquí! ¿No sería eso mejor que expedir un día
u otro a los comuneros a la Nouvelle?
En una sociedad libre, el único derecho del hombre y de la
mujer, su derecho inmortal, es el derecho al trabajo y al alimento. Un
sacerdote lo ha comprendido, un pequeño cura de campo que, mediante las puertas
abiertas de su monasterio y mediante el pan ganado y asegurado, da una lección
a nuestros filósofos y a nuestros socialistas.
Jean-Louis Dubut de Laforest.
Publicado en Le Figaro, el 11 de
agosto de 1890
Traducción de José M. Ramos González.
Traducción de José M. Ramos González.
[1]
Se trata del cuento de Guy de Maupassant, Mademoiselle
Fifi, publicado por primera vez en el Gil
Blas, el 23 de marzo de 1882 bajo el pseudónimo de Maufrigneuse. (Nota del
T.)