jueves, 28 de enero de 2016

El hogar de las Vírgenes y las Arrepentidas (artículo)

Abandonando París, el otro día, no esperaba terminar mis vacaciones en los Bajos Pirineos mediante una visita a las Vírgenes y Arrepentidas, y, hombre poco devoto, mucho menos esperaba encontrar allí una enseñanza de alto alcance filosófico y social.
En Biarritz habíamos explorado la Négresse, el Viejo Puerto, la Costa de los Vascos, la Barre, los vestigios del castillo de Ferragus, ese edificio del silgo XIII que defendía el puerto; desde lo alto de la Atalaya, había oído la furiosa y terrible canción del mar, sus gruñidos, el ”bouhum” de la Roca inclinada; habíamos descendido a la Cámara de amor. Finalmente, cuando regresábamos de la Villa Eugénia, hoy abandonada, desnuda, con su aspecto de cuartel vacío, su parque devastado y el tranvía a vapor aullando a los muertos del castillo imperial – sobre la ruta de Bayona, alguien dijo:
–¿Y el Refugio? ¿Y las Bernardinas?
–¡Bah!–respondí yo – ¡un convento, un convento de mujeres! No nos dejarán entrar, o solamente nos permitirán ver cosas muy conocidas y sin interés.
–En eso estás equivocado – declaró mi interlocutor.

Partimos a pie desde Bayona; seguimos las soleadas riveras del Adour. Entramos en las landas y el paisaje se tornó triste. Ya no más villas coquetas, ni mármoles rosas, ni frondosidades graciosas, ni escalinatas dentadas; ni españoles y mantillas, ni abanicos; – nada más que arena, niebla y, allá abajo, inmensas olas cantando la gloria de la creación.
Al llegar a la colonia religiosa, una hermana acudió a abrirnos y nos condujo ante la Superiora, la Madre María-Elisabeth. Es una hermosa mujer de apenas cuarenta años, muy recta, el rostro rosado y los labios sonrientes, los ojos inteligentes y atravesados de dulces brillos, de una infinita bondad. Se adivina en ella, bajo su toca blanca y bajo su vestido azul, a la generala de las sirvientas de María.
–Caballeros, – nos dijo– voy a rogar a una hermana que os acompañe.
No creo que muchos monasterios de mujeres reciban así las visitas de hombres; pero la madre Elisabeth se limitó a ejecutar las prescripciones del fundador de la orden, el abad Cestac, y he aquí precisamente la originalidad y la magnificencia de la obra:
«Mi casa, escribe el Sr. de Pesquidoux, según el dictado del propio abad Cestac, mi casa está abierta a todo el que llegue y a todo el que se va. Hombres, mujeres, cristianos, incrédulos, amigos, enemigos, todos tienen el derecho de acudir cada día, a cada hora; todos pueden mirar, quedarse, trabajar, irse y volver cuando les parezca.
» La libertad y la luz, tales son las dos bases esenciales de mi fundación…»
¿Entienden?... ¡La libertad y la luz!

Naturalmente, el abad Cestac informa de todo a su Dios, a la Virgen, a los Santos. El infierno de sus pruebas, de sus luchas y de sus dolores, las amenazas de prisión por una labor ordenada y no pagada, los insultos que recibió cuando se le incriminaba por mezclar jóvenes huérfanas con prostitutas, por corromper las blancas vírgenes al contacto de las negras ovejas, de fundar una abadía alegre de Télamo o, peor aún, una isla de Lesbos – todos esos oprobios y todas esas ignominias, el curita campesino, el gran revolucionario, las ha soportado con valentía, y su orgullo triunfal se exhala, una vez él muerto, en un hosanna, en un cántico de gracias eternas.
El Sr. de Pesquidoux y los sacerdotes que han dedicado biografías al abad Cestac, muestran al hombre de Dios y sus virtudes evangélicas; y yo, profano, me gustaría descubrir al filósofo y estudiar al apóstol social, al renovador humano.
La historia del monasterio de Anglé es bastante curiosa. La resumiré:
Una mañana, dos mujeres huidas de una casa de tolerancia fueron a golpear en la puerta del abad Cestac. ¿Qué hacer con esas fugitivas? ¿Dónde meterlas y como alimentarlas? Cestac ya había recibido visitas similares y dirigido a las visitantes hacia los Refugios de Montpellier, de Montauban y de Toulouse. Esos establecimientos desbordaban. Entonces, el sacerdote tuvo la idea de ocultar a las damas en su desván, el desván de las huérfanas.
Hay algo muy parecido en una de las obras maestras de mi ilustre amigo Guy de Maupassant, pero se trata de una prostituta que se venga de un oficial prusiano y que el cura acoge, no en el desván, sino en un campanario[1].
Pronto, a esas huérfanas y a esas prostitutas se unieron otras infelices. El sacerdote las llevó por el río: construyeron cabañas de paja y allí vivieron, trabajando las planicies estériles abandonadas por el hombre.

La hermana nos condujo y nos llevó por los cultivos. Esa tierra perdida entre el cielo y el agua, toda esa campiña bulle de arrepentidas, cavadoras, escardadoras, carreteras, segadoras, uniformemente vestidas de azul, con los pies desnudos en unas sandalias de cáñamo y cubiertas con un amplio sombrero de paja sobre sus tocas blancas; llevan un escapulario, una gran cruz de cobre. De vez en cuando, se arrodillan, besan el suelo, con el rostro cubierto por un velo blanco que protege sus ojos del astro de oro, esas formas humanas prosternadas se levantan con el azadón en las manos. Trabajan; son panaderas, ganaderas, carpinteras, zapateras; van por todas partes y se les reclama sus servicios: cuidan enfermos, instruyen a niños, asisten a los ancianos, velan y amortajan a los difuntos, igualmente prestas a todos los deberes del sacrificio y de la caridad.
Ahora, la vanguardia de las Arrepentidas, las Vírgenes Bernardinas salían de la capilla y desfilaban una a una, silenciosamente, en el declinar de la tarde. Estaban todas vestidas de blanco, con velo, y marcadas a lo largo de la grácil espalda con una enorme cruz oscura. Nosotros nos apartamos, y ellas ganaron sus celdas.
Vírgenes Bernardinas, forman el blanco del rebaño, no hablan nunca entre ellas, jamás hablan con nadie, aparte de sus confesores, y no frecuentan nunca a las Arrepentidas – y trabajan. Visitamos los almacenes. Allí se fabrica todo tipo de objetos, ajuares de novias, ornamentos de sacerdotes, además de vestidos, faldas, camisas, encajes, hasta las pellizas, capas, manteles para altar, incluso muñecas vestidas de Bernardinas (capuchón, vestido y manto de lana blanca, cuerda alrededor de los riñones, crucifijo, etc.); también colchones.
Aquí, como allá, en el campo de las prostitutas como en el claustro de las vírgenes, se da la oración, pero con el trabajo.

Cuando estudio a Darwin y El Origen de las especies, o a Herbert Spencer sobre sociología, siempre observo la constatación del mal y nunca percibo ni un atisbo para remediarlo. Entre nosotros, el Sr. Fouillée y el conde de Haussonville buscan dicho remedio; pero los unos y los otros, que aclaman o desaprueban la caridad, se detienen ante los medios de justicia reparativa y contractual.
Spencer, en su obra The Man versus the State, lejos de alentar y ayudar a los desdichados y a los débiles, según las doctrinas del abad Cestac, y lejos de lamentarlo, dice: «La pobreza de los incapaces, la torpeza de los imprudentes, la eliminación de los perezosos, y este empuje de los fuertes que arroja a un lado a los débiles, son los resultados necesarios de una ley general y bienhechora.» Luego concluye: «Si la multiplicación de los peor dotados estuviese favorecida y la de los mejor dotados en recesión, se produciría una degradación progresiva de la especie, y esta especie degenerada daría lugar a las especies con las que ella se encontraría en lucha o en competición.»
¡Hurra por la especie! ¡Viva Leopardi!

So che natura é sorda,
Che miserar non sa.
Che non del bel sollecita
Fu, ma dell esser solo.

«Sé que la naturaleza está sorda, que no conoce la piedad y que solo se preocupa, no de la felicidad, sino únicamente de la existencia.»
La especie está contenta, la naturaleza jubila, y el individuo sufre. ¿Es nuestra misión inmiscuirnos en los asuntos de la naturaleza y proteger a la especie contra el individuo, contra el género? ¿Quién nos obliga a ello y de qué nos sirve soñar con un mundo perfecto en el año 6000? Esta inmolación de los desheredados, esta imperiosa necesidad de anularlos, a fin de fortificar el «tipo» mediante sucesivas evoluciones, ¿tienen una fuente justa o incluso sentido común?
¿Y además, la hecatombe haría a la especie mejor y más feliz? Tengamos la imagen de un ideal humano – y no la tenemos – que nada pueda romper las leyes de armonía y de amor. La naturaleza quiere fuertes y débiles, y tiene en reserva esos elementos diversos cuyas causas ignoramos y cuyos efectos nos vemos impotentes en detener.
No tratemos de perfeccionar al hombre de los siglos futuros (destruyéndonos a nosotros mismos) y conformémonos con mejorar el destino del ser presente.
Desde luego, poseemos brillantes teorías sobre cuestiones económicas, y no encuentro estadísticos de primer orden que digan el número de indígenas de la Maub y la población nómada del Matelas Epatant. Se conocen de maravilla el total de los sufrimientos parisinos y extranjeros; se devora la lista de fallecimientos e inhumaciones, y nos faltan ocho suicidados en una misma noche para ponernos de pie y convencernos de que no todo va bien, bajo la tercera República, ni en otra parte.
El Emperador de Alemania, adivina el peligro; escucha el trueno; mira el cielo de las victorias enrojecer; escucha a la tierra temblar y se sume en serios problemas. ¿Dónde está el Parlamento francés con las reformas sociales, el estudio de las sociedades mutuas y cooperativas? El Parlamento parlotea y muere.
Hoy, son mujeres, Vírgenes y Arrepentidas quienes dan un ejemplo de la solidaridad. Los habitantes del Refugio presentan un cuadro restringido de un falansterio de Fourier. Pero, dirá usted, y usted tendrá razón, ¡si todas las mujeres actuasen de igual modo, el mundo pronto habría acabado! Estoy de acuerdo. ¿Qué impide entonces a nuestros dirigentes crear falansterios para los dos sexos? Hay en las Landas, en el Limousin, en Bretaña, en Argelia, terrenos sin cultivar. ¿Por qué no enviar a los obreros y obreras sin trabajo? La agricultura carece de mano de obra? ¡Pues hete aquí! ¿No sería eso mejor que expedir un día u otro a los comuneros a la Nouvelle?
En una sociedad libre, el único derecho del hombre y de la mujer, su derecho inmortal, es el derecho al trabajo y al alimento. Un sacerdote lo ha comprendido, un pequeño cura de campo que, mediante las puertas abiertas de su monasterio y mediante el pan ganado y asegurado, da una lección a nuestros filósofos y a nuestros socialistas.

Jean-Louis Dubut de Laforest.

Publicado en Le Figaro, el 11 de agosto de 1890
Traducción de José M. Ramos González.



[1] Se trata del cuento de Guy de Maupassant, Mademoiselle Fifi, publicado por primera vez en el Gil Blas, el 23 de marzo de 1882 bajo el pseudónimo de Maufrigneuse. (Nota del T.)

miércoles, 27 de enero de 2016

Los venenos mundanos (artículo)

Aunque el Consejo de Estado, en el mes de mayo pasado, haya ratificado un decreto del ministro del interior, imposibilitando a un farmacéutico la explotación de su titulación, porque ese farmacéutico había vendido morfina a dos clientes por treinta y tres luises – el veneno «amable», el veneno «selecto», el Nirvana de nuestros fines de siglo, todavía despliega su espantosa devastación.
En Francia hay cincuenta mil adictos, y este número es sobrepasado en Inglaterra y Alemania. Se ha necesitado construir hospitales especializados en Londres y en Berlín; pero América gana por la mano a los iniciados de la vieja Europa. Allí, los establecimientos se multiplican y se propagan.
¡Ah! ¡Qué orgulloso debe estar el Sr. Wood[1], el médico inglés que instauró el uso de la morfina mediante inyecciones hipodérmicas! ¡Deben estar orgullosos los mayores prusianos que, durante las batallas de 1866 y del 70, empleaban la droga contra toda sensación anormal y perdían las gafas y diagnósticos bajo los fenómenos de una embriaguez desconocida! Sí, el doctor Wood y los médicos alemanes tienen todo el derecho a enorgullecerse – ellos o sus sombras – ¡pues nunca artistas contribuyeron de tal modo a abreviar los viajes sobre nuestro gracioso planeta!
Y, alrededor del astro Morfina, cuyos torrentes de luz se transforman en arroyos de sangre y en velos de duelo, gravitan unas constelaciones de primer y segundo orden: Turquía tiene sus consumidores de opio; China sus fumadores; los jóvenes americanos del centro lían cigarrillos de té; los del norte aspiran el gas del petróleo crudo o nafta; Irlanda tiene sus bebedores de éter; Argelia, sus bebedores de absenta; los Orientales adoran el hachís; los noruegos son adictos a la estricnina; los congoleños comen la pólvora; las damas rusas prefieren el sulfonal y los alemanes la cocaína. Entre nosotros, y por todas partes, el tabaco y el alcohol; pero la morfina se encuentra a la cabeza de los alcaloides, de los venenos mundanos.
Uno se pincha, se anima, luego se duerme, se despierta y sufre; se está loco o muerto, y los médicos discuten el término exacto.
Levinstein (alemán) propone «morfimanía»; Zambacco (turco)[2] prefiere «morfeomanía»; Ball (francés) solicita que sea «morfinomanía». Quedémonos con el Sr. Ball, sin esperar los veredictos de los Cuarenta del puente de las Artes y de los Seis de Auteuil-Goncourt.
Al principio, la enfermedad artificial se acantonaba entre las personas relacionadas con el oficio y sus allegados –médicos, farmacéuticos, mozos de laboratorio y enfermeros. Hoy, el morfinómano es un apologista y genera prosélitos.

ESTADÍSTICA DEL DR LEVINSTEIN
Médico jefe en Schoeneberg-Berlin

32 médicos
8 esposas de médicos
1 hijo de médico
2 religiosas
2 enfermeros
1 comadrona
1 estudiante de medicina
1 esposa de farmacéutico
6 farmacéuticos
1 esposa de oficial
18 oficiales
5 esposas de hombres de negocios
11 hombres de negocios
4 mujeres rentistas
3 rentistas
2 profesoras
1 profesor
4 empleadas
4 magistrados

3 propietarios

82
28


ESTADÍSTICA DEL DR. G. PICHON
Jefe de Clínica en la Facultad de Medicina de París

17 médicos
12 esposas de médicos
7 estudiantes de medicina
4 esposas de farmacéuticos
5 farmacéuticos
13 mujeres de baja ralea
3 estudiantes de farmacia
11 obreras de todo tipo
7 obreros
4 enfermeras
3 enfermeros
3 artistas
2 mozos de laboratorio
3 casquivanas
1 fabricante de instrumentos
1 comadrona
3 artistas
2 criadas
2 estudiantes de derecho
1 religiosa
2 hombres de letras

2 hombres de negocios
54
3 propietarios

2 abogados

2 campesinos cultivadores

1 marinero

1 sacerdote

1 oficial

2 dependientes de comercio

66


Ya lo ven ustedes: Hay de todo, desde la alta sociedad hasta las muchachas galantes, desde los abogados hasta los campesinos y los obreros. El doctor Pichon, que se dirige particularmente a la clientela burguesa, señala un solo oficial en los 66 casos observados entre el sexo fuerte; el doctor Levinstein encuentra 18 cargos del ejército alemán, sobre 82 individuos. Nuestro ejército no es indemne, a pesar de la estadística del doctor Pichon, y los informes de los médicos militares constatan un profundo agravamiento del mal de Wood.

De igual modo que el hipnotismo divierte a los engominados y a los ociosos, así el morfinismo se convierte en una moda, un deporte. En Constantinopla, las esposas del Sultán se inyectan bajo los globos oculares unas agujas variadas con un arte infinito; en París, las grandes damas poseen joyas-Pravaz[3], elegantes jeringuillas, muy pequeñas, en cantadoras, de plata, en rojo u oro, con sus iniciales, sus escudos heráldicos; tienen maravillosos frascos cincelados donde se ilumina el encantador licor; joyeros de seda roja o de terciopelo azul, según sea invierno o verano, el color de los perifollos o el cabello.
–Señora baronesa, ¿está usted visible? – interroga el vizconde.
–La señora se pravazina, – responde la dama de compañía, muy estirada ella.
Es el té de las cinco. Unos amigos y amigas rodean a la dama, adulan el frescor de su tez y el brillo de sus ojos. Tenía migraña, y una ligera inyección ha disipado las brumas de su frente; estaba nerviosa, irritada; ahora es amable, espiritual, revelando el secreto de su metamorfosis.
–¡Oh! querida!
–¿Me enseñáis eso?
–Claro que no… unos imbéciles dicen que es muy dañino.
–¡Os lo suplico!
–Pero vos no estáis enferma.
–¿Yo? ¡Sufro a morir!
–¡Pues bien!, la morfina os calmará.
Y la morfina las calma; experimentan sensaciones de beatitud, una embriaguez paradisiaca. Pronto, a este despertar del espíritu, a esa sobrenatural alegría, suceden la torpeza y el embotamiento. ¡Rápido, una inyección! La primavera florece en los rostros y en las rosas… Más y más… Días y meses transcurren, y las jóvenes damas en un «estado de necesidad», envenenados sus cerebros y sentidos, tiemblan y balbucean como ancianas. No retroceden ante nada para satisfacer su pasión –ocultan la morfina en sus polveras, en los zapatos, en los carretes de hilo desbobinados y vueltos a bobinar, en las lujosas prendas de uso íntimo.
Si se les impone la abstinencia, padecerán crisis nerviosas, alucinaciones, ideas de suicidio y de asesinato; si usted descuida guardia, corren, si es necesario, completamente desnudas, hasta la farmacia más cercana; si usted las encierra en su domicilio o en una casa de salud –mediante amenazas, blasfemias y ofrecimientos de dinero, mediante ruegos, lágrimas y manifestaciones de dolor –las verá convencer a la más terrible de las guardianas y corromper a la más fiel de las sirvientas.

¡Cuántas locuras, cuántos crímenes, cuántos duelos! ¡Oh, la Pravaz! Observen en el último circulo olvidado del Infierno de Dante a los poseídos del delirium tremens morfínico: Aquí, un joven declara: «!He perdido mi corazón!» – y va, con el rostro lívido, golpeando puertas, estremeciéndose al tic tac de los relojes; allí, un viejo oficial llora y gime, habla de gatos que le arañan, dice que su estómago se divide en dos; más allá, una dama aúlla a unos monstruos sentados sobre su cuerpo; siente unas cornejas penetrar en su cerebro, lagartos y víboras sorber y devorar sus entrañas; otra dama se levanta regularmente a medianoche, extiende los brazos para defenderse y grita, con voz angustiosa: «¿Que me queréis, fantasmas?» Otra enferma, aunque muy conocida en los tribunales, Marie R… (9ª habitación, junio de 1890), esta Marie, antaño dulce y encantadora, a partir de ahora víctima de las inyecciones, esta Maríe maltrata a su hijita de cuatro años de edad. Unos hombres se apuñalan, unas mujeres se estrangulan: tales son los paraísos del Artificio, sueños de Baudelaire, tales son los ideales que albergan las mortales embriagueces, donde los perfumes y los licores toman formas y aspectos humanos, poses, gestos y sonrisas de amantes embrujadas, rubias como los tabacos de Oriente, floridas de verde como las absentas, dorados como las añejas y buenas aguardientes, más deliciosamente embalsamados que la nafta, sutiles, blancos y virginales como la morfina y el éter.
¿Hay remedio, hay salvación? ¿Cómo combatir el mal? Algunos médicos exigen la supresión de las jeringas, la supresión inmediata y radical; otros recetan compensadores de narcóticos menos peligrosos: el cloral, el café, el alcohol. Se trata de engañar a los enfermos con inyecciones de agua pura; pero, el morfinómano es semejante al alcohólico, y es necesario dosificarlo, según opinión de las celebridades médicas francesas y extranjeras, Ball, Güntz, de Burkart, Zambacco, Magnan, Levinstein, Pichon, de Monvel, etc.; en cuanto a los médicos y a los farmacéuticos, acostumbrados los unos y los otros a estar en contacto con la morfina, su recaída es segura. ¿Qué hacer? ¿Prohibir la venta e incluso la fabricación del veneno mundano? Tal vez. Entonces, ¿echarán de menos las verdaderas enfermedades?

Hachís, opio, alcohol, tabaco, morfina, té, nafta, cocaína, estricnina, sulfonal, queridos señores y nobles damas, ¿a dónde nos lleva todo esto?
Queridos paraísos artificiales, un barnum[4] americano ya os anuncia bajo el nombre de agentes «pasionimétricos embriagadores», y desde el albor del siglo veinte se leerán vuestros atractivos eslóganes:

SUEÑO PARA TODOS.- Indicar la edad, el sexo, la profesión, el número de horas de sueño que se desea.
EMBRIAGUEZ PARA TODOS.- 3 píldoras al acostarse. Se es presa de una embriaguez de Sultán, paradisíaca; uno se levanta al son de trompetas del Juicio final.

¡Enterrados el Sr. Brown-Séquard y sus médulas de conejo! ¡He aquí la embriaguez, he aquí el sueño, he aquí el placer, señoras!... ¡Viva Borgia!

Una inmensa necesidad de reposo se apodera del hombre. Ya no quiere trabajar ni sufrir más; le ha robado algunos secretos a la naturaleza – pero lejos de perseguir sus conquistas y caminar un día como triunfador sobre la tierra vencida, sueña con el eterno olvido de los seres y de las cosas.

Dubut de Laforest.

Publicado en Le Figaro el 22 de septiembre de 1890.

Traducción.- José M. Ramos González.


[1] Alexander Wood (Edimburgo, 1817- íd. 1884) fue un médico escocés que pasó a la historia como el inventor de la aguja hipodérmica, que perfeccionaría el francés Charles Pravaz. El año de la invención fue 1853, cuando Wood ideó un instrumento que ayudase a aliviar el dolor de su esposa, Rebecca Massey, quien padecía un cáncer por entonces incurable, inyectándole morfina con frecuencia. Según se dice, su esposa fue la primera persona adicta a la morfina y finalmente ella falleció por una sobredosis de dicha sustancia, administrada con el invento de su marido. (Fuente: Wikipedia)
[2] El 29 de septiembre de 1890, apareció publicado en Le Figaro el siguiente suelto: «Bourron (Seine-et-Marne), 26 de septiembre.  Señor Redactor en jefe: En el artículo del Sr. Dubut de Laforest, sobre “los venenos mundanos”, publicado por Le Figaro el 22 de septiembre, está citado, como habiendo escrito contra la morfeomanía, mi padre, el doctor Zambaco Pacha. Usted añade entre paréntesis (Turco), error que debo reparar. En efecto, el doctor Zambaco Pacha, miembro correspondiente nacional de la Academia de medicina de París, oficial de la Legión de honor, etc., de origen griego y de nombre genovés, es ciudadano francés, como su hijo, que osruega insertar la presente rectificación y agradecérselo por anticipado. Demetrius-François ZAMBACO, Abogado en París.»
[3] Charles Gabriel Pravaz (1791-1855), cirujano y ortopedista francés que fue, junto con Alexander Wood, el inventor de la aguja hipodérmica. Aunque ambos llegaron a un instrumento similar, fue Pravaz quien la popularizó con ayuda de Louis-Jules Béhier. Pravaz usó su jeringa de pistón (conocida como jeringa de Pravaz) para la inyección intravenosa de anticoagulantes para el tratamiento del aneurisma. (Fuente: Wikipedia)
 [4] Charlatán de feria  (Nota del t.)

Lex (artículo)

Dentro de algunas semanas, la justicia francesa deberá instruir una de esas audacias femeninas que, por ser nuevas, no son menos revolucionarias.
He aquí los hechos en toda su brutalidad:
El Sr. y la Sra. X… han separado sus cuerpos y sus bienes por razones que resulta inútil recordar aquí. El juicio de separación se remonta a una decena de años. Habiendo nacido una niña de esta desdichada unión, el tribunal decidió que la custodia pertenecería indistintamente a ambos esposos. La chiquilla es internada en el Sagrado Corazón, donde recibe de vez en cuando, pero por supuesto nunca el mismo día, las visitas de su papá y su mamá. Los esposos viven en París. La madre se ha convertido en la amante de un importante personaje, y mientras el marido vive de su trabajo – el buen hombre es jefe de gabinete en un ministerio – la dama vive a todo tren.
Así las cosas, cuando ayer una criada se presentó en el domicilio del Sr. X… y le entregó una carta de la Sra. X… solicitando una entrevista por un asunto urgente.
El padre no ha visto a su hija desde hace varios días; los funcionarios del gabinete están un poco apurados durante las fiestas de Pascua… ¿Y si la chiquilla estuviese enferma?… No hay nada que dudar… Se concierta la cita para las cinco.
La entrevista tiene lugar en una habitación de un hotel: se ha elegido adrede un terreno neutral.
El Sr. X. espera en un salón. Un cupé se detiene en el patio del hotel y la Sra. X… se apea de él.
El pobre hombre está muy preocupado.
La dama entra con aire altivo, guantes tiroleses. Arroja un vistazo distraído sobre los viejos muebles del apartamento, y por fin se decide a hablar, mirando fijamente a su marido:
–Mire que pinta tiene, querido… Ya no se lleva el cuello almidonado… Y ese pantalón largo… Y ese chaleco… ¡Ah! querido, está usted ridículo…
El jefe de gabinete no se ha movido. Un solo grito sale de su pecho como un sordo estertor:
–¿Y Marie?... ¿Y mi hija?
–Estupendamente.
–Entonces, señora, ¿qué quiere de mí?
La Sra. X…, que hasta ese momento había hablado de pie, toma asiento en un sofá:
–Señor X, vengo a hablar de negocios con usted… El apartamento que ocupo en la calle Lafayette ya no me conviene… Me he decidido a venderlo para comprar un palacete en la avenida de los Campos Elíseos… Parece que es necesario su consentimiento.
–Me niego.
–Ya me lo esperaba, pero he tomado mis precauciones. En un instante mi notario y mi asesor estarán aquí y le explicarán…
–¿Se atreverá a confesarme la fuente de esa fortuna?
–Lo he ganado en la Bolsa.
–Entonces muéstreme los registros de las operaciones.
–Lo han hecho por mí, señor… Usted sabe muy bien que una mujer no puede jugar en la Bolsa sin la autorización de su marido.
–Señora, no firmaré.
–Ya lo veremos. Mientras esperamos, le advierto que si persiste en su negativa, pediré a la justicia la autorización que usted no acepta darme.

He aquí, al menos me parece, un guión para una obra que deja muy atrás las tramas de Odette y de la Fiammina. Aquí, un asunto matrimonial. Allá, una cuestión de honor; y como diría el Sr. Prudhomme que – según las recientes y profundamente precisas palabras de Coqueline hijo – hace participar al público enormemente: Cosa seria es el honor. Vea usted aquí a la mujer altanera, yendo a solicitar del marido una legítima consagración del empleo de un dinero que ella ha ganado no se sabe cómo, ¿o más bien se sabe demasiado?... Durante diez años, la dama ha vivido a su antojo, arrastrando un poco por todos los lodos el apellido de un hombre honrado, y cuando la dama ha recibido el premio por sus vergüenzas, al legislador le parece completamente natural que los jueces autoricen a la nueva condesa de Clermont a gestionar sus propiedades, en defecto del marido.
… Por fin, el notario y el asesor bursátil llegan. En vano tratan de hacer comprender al infortunado jefe de gabinete que se empecina inútilmente y que si no quiere dar su consentimiento, la justicia autorizará sin titubear.
–¿Usted tiene una hija? – dice el notario.
–Sería injusto privar a su hija de la fortuna de su madre – añade el asesor.
–Además, fíjese.
Y los dos hombres despliegan ante el Sr. X., el código civil abierto.
–Lea usted mismo.
El Sr. X… lee y la ley le condena. Se omitirá perfectamente su autorización.

Les ruego que observen que la ley que, en los artículos 1449 y 1450, salvaguarda de una manera maravillosa los intereses pecuniarios del marido, es tan muda como la hija de la historia en lo relativo a la moralidad del empleo y uso de bienes que puedan resultar ilegítima o deshonestamente adquiridos. En definitiva, el marido se niega a dar su consentimiento al empleo de un dinero cuyo origen adivina demasiado bien.
¿Qué va a pasar?
El Sr. X…, va a ser llevado ante los tribunales, y su esposa solicitará de los jueces la autorización que su marido no quiere concederle.
Siempre hablaremos bien de un hombre tan honorable como lo puede ser este; además, por mucho que el abogado de la Señora X… tenga la lengua desatada, el jefe de gabinete será muy bien tratado. Se le dirá que hubiese hecho mejor dejando enriquecer tranquilamente a su mujer y no encontrar nada dañino en que ella vendiese un pequeño apartamento para comprar uno más grande.

No quiero tomar partido aquí ni a favor ni en contra del divorcio; pero creo que hay cosas mejor que hacer que llevar al estrado a un marido que no quiere conceder su sanción a un acto que lo deshonra.
¿No sería más simple y más moral, en verdad, que la esposa que tiene esa pretensión, fuese libre de adquirir unos inmuebles sin  que, por eso, tenga necesidad de venir a humillar más esposo abandonado:
–He aquí el premio a mis faltas; sea amable: autoríceme a aprovecharme de ellas. Nadie sabrá nada; todo quedará en familia… ¿No quiere? ¡Pues bien! señor, se va a cubrir usted de ridículo… En cuanto a mí, poco me importa el escándalo…
Sí, más valdría. Se terminaría por permitir a la mujer vender, se salvaguardaría su fortuna primitiva y podría hacer calzas y calcetas con el dinero tristemente ganado fuera del hogar.

Pero las cosas no son así.
–¡Ah! a migo mío, tú no quieres ser Georges Dandin; tú crees en el honor y preferirías sin duda que tu hija estuviese sin un centavo que saberla rica gracias a su mala madre. Desde tu desgracia vivías discretamente en las sombras, trabajador infatigable, ahorrando para educar a tu hija y aportar la parte honorable que mitigaba algo la mancilla de la otra. Vamos a sacarte de tus sombras y mostrarte al gran  día.
–¡Ah! no quieres firmar; no te gusta que tu esposa ocupe un magnífico palacete en compañía de su amante… Sin duda todavía estás celoso… ¡Pobre diablo!... Tu mujer tendrá sus caballos, sus criados, su palacete, su palco en la Ópera y en el Teatro Francés; tu esposa jugará a la Bolsa; apostará en las hipódromos; y cuando haya tenido la suerte de ganar un poco más, vendrá con la frente alta a decirte:
–Aquí están querido, mis pequeños ahorros; voy a instalarme en un palacio soberbio, ¿quiere consentir? ¿No? ¡Muy bien! Lo ataco y como estoy en racha, usted va a perder.

Así pues, a algunos días de aquí, el estreno de este pequeño drama familiar.
Está usted bastante perplejo y encuentra al igual que yo, que la ley es humillante e inhumana.
Y mire usted, cuando esta mañana el Sr. X…, ha venido a contarme todo esto, con los ojos hinchados, me he sentido conmovido hasta lo más profundo de mi alma. Solo un consuelo en medio de la desbandada general: el encontrarme por aquí, por allá, un alma valiente y un corazón orgulloso. Pobre Sr. X…. Le costaba tan poco poner su firma al final del papel presentado por el notario. Todo estaba dicho: todo había acabado. Su mujer se convertía en propietario y usted, usted continuaría con su existencia de labor plena de coraje y abnegación.
Pero usted ha pensado en su hija. A Dios gracias, usted no cree en la herencia fatal. Usted se ha dicho que un día su hija se convertirá en una mujer decente y que si la terrible historia le fuese revelada, no le perdonaría su cobardía! Deje hacer  a la justicia lo que honorablemente ha rechazado hacer usted mismo.
Usted ha actuado bien, señor; usted ha hecho bien burlándose de las mofas que van a lloverle; es usted un hombre valiente, señor, y yo le estrecho las manos.

JEAN TOLBIAC
(pseudónimo de Jean-Louis Dubut de Laforest)
Le Figaro, 31 de mayo de 1882