martes, 27 de diciembre de 2016
El Creador de hombres
jueves, 28 de enero de 2016
El hogar de las Vírgenes y las Arrepentidas (artículo)
Abandonando París, el otro día, no
esperaba terminar mis vacaciones en los Bajos Pirineos mediante una visita a
las Vírgenes y Arrepentidas, y, hombre poco devoto, mucho menos esperaba
encontrar allí una enseñanza de alto alcance filosófico y social.
En Biarritz habíamos explorado la
Négresse, el Viejo Puerto, la Costa de los Vascos, la Barre, los vestigios del
castillo de Ferragus, ese edificio del silgo XIII que defendía el puerto; desde
lo alto de la Atalaya, había oído la furiosa y terrible canción del mar, sus
gruñidos, el ”bouhum” de la Roca inclinada; habíamos descendido a la Cámara de
amor. Finalmente, cuando regresábamos de la Villa Eugénia, hoy abandonada,
desnuda, con su aspecto de cuartel vacío, su parque devastado y el tranvía a
vapor aullando a los muertos del castillo imperial – sobre la ruta de Bayona,
alguien dijo:
–¿Y el Refugio? ¿Y las
Bernardinas?
–¡Bah!–respondí yo – ¡un convento,
un convento de mujeres! No nos dejarán entrar, o solamente nos permitirán ver
cosas muy conocidas y sin interés.
–En eso estás equivocado – declaró
mi interlocutor.
Partimos a pie desde Bayona; seguimos
las soleadas riveras del Adour. Entramos en las landas y el paisaje se tornó
triste. Ya no más villas coquetas, ni mármoles rosas, ni frondosidades graciosas,
ni escalinatas dentadas; ni españoles y mantillas, ni abanicos; – nada más que
arena, niebla y, allá abajo, inmensas olas cantando la gloria de la creación.
Al llegar a la colonia religiosa,
una hermana acudió a abrirnos y nos condujo ante la Superiora, la Madre
María-Elisabeth. Es una hermosa mujer de apenas cuarenta años, muy recta, el
rostro rosado y los labios sonrientes, los ojos inteligentes y atravesados de
dulces brillos, de una infinita bondad. Se adivina en ella, bajo su toca blanca
y bajo su vestido azul, a la generala de las sirvientas de María.
–Caballeros, – nos dijo– voy a
rogar a una hermana que os acompañe.
No creo que muchos monasterios de
mujeres reciban así las visitas de hombres; pero la madre Elisabeth se limitó a
ejecutar las prescripciones del fundador de la orden, el abad Cestac, y he aquí
precisamente la originalidad y la magnificencia de la obra:
«Mi casa, escribe el Sr. de Pesquidoux, según el dictado del
propio abad Cestac, mi casa está abierta a todo el que llegue y a todo el que
se va. Hombres, mujeres, cristianos, incrédulos, amigos, enemigos, todos tienen
el derecho de acudir cada día, a cada hora; todos pueden mirar, quedarse, trabajar,
irse y volver cuando les parezca.
» La libertad y la luz, tales son las dos bases esenciales
de mi fundación…»
¿Entienden?... ¡La libertad y la luz!
Naturalmente, el abad Cestac informa de todo a su Dios, a la
Virgen, a los Santos. El infierno de sus pruebas, de sus luchas y de sus
dolores, las amenazas de prisión por una labor ordenada y no pagada, los
insultos que recibió cuando se le incriminaba por mezclar jóvenes huérfanas con
prostitutas, por corromper las blancas vírgenes al contacto de las negras
ovejas, de fundar una abadía alegre de Télamo o, peor aún, una isla de Lesbos –
todos esos oprobios y todas esas ignominias, el curita campesino, el gran revolucionario,
las ha soportado con valentía, y su orgullo triunfal se exhala, una vez él
muerto, en un hosanna, en un cántico de gracias eternas.
El Sr. de Pesquidoux y los sacerdotes que han dedicado biografías
al abad Cestac, muestran al hombre de Dios y sus virtudes evangélicas; y yo,
profano, me gustaría descubrir al filósofo y estudiar al apóstol social, al
renovador humano.
La historia del monasterio de Anglé es bastante curiosa. La
resumiré:
Una mañana, dos mujeres huidas de una casa de tolerancia fueron
a golpear en la puerta del abad Cestac. ¿Qué hacer con esas fugitivas? ¿Dónde
meterlas y como alimentarlas? Cestac ya había recibido visitas similares y
dirigido a las visitantes hacia los Refugios de Montpellier, de Montauban y de
Toulouse. Esos establecimientos desbordaban. Entonces, el sacerdote tuvo la
idea de ocultar a las damas en su desván, el desván de las huérfanas.
Hay algo muy parecido en una de las obras maestras de mi
ilustre amigo Guy de Maupassant, pero se trata de una prostituta que se venga
de un oficial prusiano y que el cura acoge, no en el desván, sino en un
campanario[1].
Pronto, a esas huérfanas y a esas prostitutas se unieron
otras infelices. El sacerdote las llevó por el río: construyeron cabañas de
paja y allí vivieron, trabajando las planicies estériles abandonadas por el
hombre.
La hermana nos condujo y nos llevó por los cultivos. Esa
tierra perdida entre el cielo y el agua, toda esa campiña bulle de
arrepentidas, cavadoras, escardadoras, carreteras, segadoras, uniformemente
vestidas de azul, con los pies desnudos en unas sandalias de cáñamo y cubiertas
con un amplio sombrero de paja sobre sus tocas blancas; llevan un escapulario,
una gran cruz de cobre. De vez en cuando, se arrodillan, besan el suelo, con el
rostro cubierto por un velo blanco que protege sus ojos del astro de oro, esas
formas humanas prosternadas se levantan con el azadón en las manos. Trabajan;
son panaderas, ganaderas, carpinteras, zapateras; van por todas partes y se les
reclama sus servicios: cuidan enfermos, instruyen a niños, asisten a los
ancianos, velan y amortajan a los difuntos, igualmente prestas a todos los
deberes del sacrificio y de la caridad.
Ahora, la vanguardia de las Arrepentidas, las Vírgenes
Bernardinas salían de la capilla y desfilaban una a una, silenciosamente, en el
declinar de la tarde. Estaban todas vestidas de blanco, con velo, y marcadas a
lo largo de la grácil espalda con una enorme cruz oscura. Nosotros nos
apartamos, y ellas ganaron sus celdas.
Vírgenes Bernardinas, forman el blanco del rebaño, no hablan
nunca entre ellas, jamás hablan con nadie, aparte de sus confesores, y no
frecuentan nunca a las Arrepentidas – y trabajan. Visitamos los almacenes. Allí
se fabrica todo tipo de objetos, ajuares de novias, ornamentos de sacerdotes, además
de vestidos, faldas, camisas, encajes, hasta las pellizas, capas, manteles para
altar, incluso muñecas vestidas de Bernardinas (capuchón, vestido y manto de
lana blanca, cuerda alrededor de los riñones, crucifijo, etc.); también
colchones.
Aquí, como allá, en el campo de las prostitutas como en el
claustro de las vírgenes, se da la oración, pero con el trabajo.
Cuando estudio a Darwin y El Origen de las especies, o a Herbert Spencer sobre sociología, siempre
observo la constatación del mal y nunca percibo ni un atisbo para remediarlo.
Entre nosotros, el Sr. Fouillée y el conde de Haussonville buscan dicho
remedio; pero los unos y los otros, que aclaman o desaprueban la caridad, se
detienen ante los medios de justicia reparativa y contractual.
Spencer, en su obra The
Man versus the State, lejos de alentar y ayudar a los desdichados y a los
débiles, según las doctrinas del abad Cestac, y lejos de lamentarlo, dice: «La
pobreza de los incapaces, la torpeza de los imprudentes, la eliminación de los
perezosos, y este empuje de los fuertes que arroja a un lado a los débiles, son
los resultados necesarios de una ley general y bienhechora.» Luego concluye: «Si
la multiplicación de los peor dotados estuviese favorecida y la de los mejor
dotados en recesión, se produciría una degradación progresiva de la especie, y
esta especie degenerada daría lugar a las especies con las que ella se
encontraría en lucha o en competición.»
¡Hurra por la especie! ¡Viva Leopardi!
So che natura é
sorda,
Che miserar non
sa.
Che non del bel
sollecita
Fu, ma dell esser
solo.
«Sé que la naturaleza está sorda, que no conoce la piedad y
que solo se preocupa, no de la felicidad, sino únicamente de la existencia.»
La especie está contenta, la naturaleza jubila, y el individuo
sufre. ¿Es nuestra misión inmiscuirnos en los asuntos de la naturaleza y
proteger a la especie contra el individuo, contra el género? ¿Quién nos obliga
a ello y de qué nos sirve soñar con un mundo perfecto en el año 6000? Esta
inmolación de los desheredados, esta imperiosa necesidad de anularlos, a fin de
fortificar el «tipo» mediante sucesivas evoluciones, ¿tienen una fuente justa o
incluso sentido común?
¿Y además, la hecatombe haría a la especie mejor y más
feliz? Tengamos la imagen de un ideal humano – y no la tenemos – que nada pueda
romper las leyes de armonía y de amor. La naturaleza quiere fuertes y débiles,
y tiene en reserva esos elementos diversos cuyas causas ignoramos y cuyos
efectos nos vemos impotentes en detener.
No tratemos de perfeccionar al hombre de los siglos futuros
(destruyéndonos a nosotros mismos) y conformémonos con mejorar el destino del
ser presente.
Desde luego, poseemos brillantes teorías sobre cuestiones económicas,
y no encuentro estadísticos de primer orden que digan el número de indígenas de
la Maub y la población nómada del Matelas
Epatant. Se conocen de maravilla el total de los sufrimientos parisinos y extranjeros;
se devora la lista de fallecimientos e inhumaciones, y nos faltan ocho suicidados
en una misma noche para ponernos de pie y convencernos de que no todo va bien,
bajo la tercera República, ni en otra parte.
El Emperador de Alemania, adivina el peligro; escucha el
trueno; mira el cielo de las victorias enrojecer; escucha a la tierra temblar y
se sume en serios problemas. ¿Dónde está el Parlamento francés con las reformas
sociales, el estudio de las sociedades mutuas y cooperativas? El Parlamento
parlotea y muere.
Hoy, son mujeres, Vírgenes y Arrepentidas quienes dan un ejemplo
de la solidaridad. Los habitantes del Refugio presentan un cuadro restringido
de un falansterio de Fourier. Pero, dirá usted, y usted tendrá razón, ¡si todas
las mujeres actuasen de igual modo, el mundo pronto habría acabado! Estoy de
acuerdo. ¿Qué impide entonces a nuestros dirigentes crear falansterios para los
dos sexos? Hay en las Landas, en el Limousin, en Bretaña, en Argelia, terrenos
sin cultivar. ¿Por qué no enviar a los obreros y obreras sin trabajo? La agricultura
carece de mano de obra? ¡Pues hete aquí! ¿No sería eso mejor que expedir un día
u otro a los comuneros a la Nouvelle?
En una sociedad libre, el único derecho del hombre y de la
mujer, su derecho inmortal, es el derecho al trabajo y al alimento. Un
sacerdote lo ha comprendido, un pequeño cura de campo que, mediante las puertas
abiertas de su monasterio y mediante el pan ganado y asegurado, da una lección
a nuestros filósofos y a nuestros socialistas.
Jean-Louis Dubut de Laforest.
Publicado en Le Figaro, el 11 de
agosto de 1890
Traducción de José M. Ramos González.
Traducción de José M. Ramos González.
[1]
Se trata del cuento de Guy de Maupassant, Mademoiselle
Fifi, publicado por primera vez en el Gil
Blas, el 23 de marzo de 1882 bajo el pseudónimo de Maufrigneuse. (Nota del
T.)
miércoles, 27 de enero de 2016
Los venenos mundanos (artículo)
Aunque el Consejo de Estado, en el
mes de mayo pasado, haya ratificado un decreto del ministro del interior,
imposibilitando a un farmacéutico la explotación de su titulación, porque ese
farmacéutico había vendido morfina a dos clientes por treinta y tres luises –
el veneno «amable», el veneno «selecto», el Nirvana de nuestros
fines de siglo, todavía despliega su espantosa devastación.
En Francia hay cincuenta mil
adictos, y este número es sobrepasado en Inglaterra y Alemania. Se ha
necesitado construir hospitales especializados en Londres y en Berlín; pero América
gana por la mano a los iniciados de la vieja Europa. Allí, los establecimientos
se multiplican y se propagan.
¡Ah! ¡Qué orgulloso debe estar el
Sr. Wood[1],
el médico inglés que instauró el uso de la morfina mediante inyecciones
hipodérmicas! ¡Deben estar orgullosos los mayores prusianos que, durante las
batallas de 1866 y del 70, empleaban la droga contra toda sensación anormal y
perdían las gafas y diagnósticos bajo los fenómenos de una embriaguez
desconocida! Sí, el doctor Wood y los médicos alemanes tienen todo el derecho a
enorgullecerse – ellos o sus sombras – ¡pues nunca artistas contribuyeron de
tal modo a abreviar los viajes sobre nuestro gracioso planeta!
Y, alrededor del astro Morfina,
cuyos torrentes de luz se transforman en arroyos de sangre y en velos de duelo,
gravitan unas constelaciones de primer y segundo orden: Turquía tiene sus
consumidores de opio; China sus fumadores; los jóvenes americanos del centro
lían cigarrillos de té; los del norte aspiran el gas del petróleo crudo o
nafta; Irlanda tiene sus bebedores de éter; Argelia, sus bebedores de absenta;
los Orientales adoran el hachís; los noruegos son adictos a la estricnina; los congoleños
comen la pólvora; las damas rusas prefieren el sulfonal y los alemanes la
cocaína. Entre nosotros, y por todas partes, el tabaco y el alcohol; pero la morfina
se encuentra a la cabeza de los alcaloides, de los venenos mundanos.
Uno se pincha, se anima, luego se
duerme, se despierta y sufre; se está loco o muerto, y los médicos discuten el
término exacto.
Levinstein (alemán) propone «morfimanía»; Zambacco (turco)[2]
prefiere «morfeomanía»; Ball (francés) solicita
que sea «morfinomanía». Quedémonos con el Sr.
Ball, sin esperar los veredictos de los Cuarenta del puente de las Artes y de
los Seis de Auteuil-Goncourt.
Al principio, la enfermedad
artificial se acantonaba entre las personas relacionadas con el oficio y sus
allegados –médicos, farmacéuticos, mozos de laboratorio y enfermeros. Hoy, el
morfinómano es un apologista y genera prosélitos.
ESTADÍSTICA DEL DR
LEVINSTEIN
Médico jefe en Schoeneberg-Berlin
32 médicos
|
8 esposas de médicos
|
1 hijo de médico
|
2 religiosas
|
2 enfermeros
|
1 comadrona
|
1 estudiante de medicina
|
1 esposa de farmacéutico
|
6 farmacéuticos
|
1 esposa de oficial
|
18 oficiales
|
5 esposas de hombres de
negocios
|
11 hombres de negocios
|
4 mujeres rentistas
|
3 rentistas
|
2 profesoras
|
1 profesor
|
4 empleadas
|
4 magistrados
|
|
3 propietarios
|
|
82
|
28
|
ESTADÍSTICA DEL DR.
G. PICHON
Jefe de Clínica en la Facultad de Medicina de París
17 médicos
|
12 esposas de médicos
|
7 estudiantes de medicina
|
4 esposas de farmacéuticos
|
5 farmacéuticos
|
13 mujeres de baja ralea
|
3 estudiantes de farmacia
|
11 obreras de todo tipo
|
7 obreros
|
4 enfermeras
|
3 enfermeros
|
3 artistas
|
2 mozos de laboratorio
|
3 casquivanas
|
1 fabricante de instrumentos
|
1 comadrona
|
3 artistas
|
2 criadas
|
2 estudiantes de derecho
|
1 religiosa
|
2 hombres de letras
|
|
2 hombres de negocios
|
54
|
3 propietarios
|
|
2 abogados
|
|
2 campesinos cultivadores
|
|
1 marinero
|
|
1 sacerdote
|
|
1 oficial
|
|
2 dependientes de comercio
|
|
66
|
|
Ya lo ven ustedes: Hay de todo,
desde la alta sociedad hasta las muchachas galantes, desde los abogados hasta
los campesinos y los obreros. El doctor Pichon, que se dirige particularmente a
la clientela burguesa, señala un solo oficial en los 66 casos observados entre
el sexo fuerte; el doctor Levinstein encuentra 18 cargos del ejército alemán,
sobre 82 individuos. Nuestro ejército no es indemne, a pesar de la estadística
del doctor Pichon, y los informes de los médicos militares constatan un
profundo agravamiento del mal de Wood.
De igual modo que el hipnotismo divierte
a los engominados y a los ociosos, así el morfinismo se convierte en una moda,
un deporte. En Constantinopla, las esposas del Sultán se inyectan bajo los
globos oculares unas agujas variadas con un arte infinito; en París, las
grandes damas poseen joyas-Pravaz[3],
elegantes jeringuillas, muy pequeñas, en cantadoras, de plata, en rojo u oro,
con sus iniciales, sus escudos heráldicos; tienen maravillosos frascos
cincelados donde se ilumina el encantador licor; joyeros de seda roja o de
terciopelo azul, según sea invierno o verano, el color de los perifollos o el
cabello.
–Señora baronesa, ¿está usted
visible? – interroga el vizconde.
–La señora se pravazina, – responde la dama de compañía, muy estirada ella.
Es el té de las cinco. Unos amigos
y amigas rodean a la dama, adulan el frescor de su tez y el brillo de sus ojos.
Tenía migraña, y una ligera inyección ha disipado las brumas de su frente;
estaba nerviosa, irritada; ahora es amable, espiritual, revelando el secreto de
su metamorfosis.
–¡Oh! querida!
–¿Me enseñáis eso?
–Claro que no… unos imbéciles
dicen que es muy dañino.
–¡Os lo suplico!
–Pero vos no estáis enferma.
–¿Yo? ¡Sufro a morir!
–¡Pues bien!, la morfina os
calmará.
Y la morfina las calma; experimentan
sensaciones de beatitud, una embriaguez paradisiaca. Pronto, a este despertar
del espíritu, a esa sobrenatural alegría, suceden la torpeza y el embotamiento.
¡Rápido, una inyección! La primavera florece en los rostros y en las rosas… Más
y más… Días y meses transcurren, y las jóvenes damas en un «estado de necesidad», envenenados sus
cerebros y sentidos, tiemblan y balbucean como ancianas. No retroceden ante
nada para satisfacer su pasión –ocultan la morfina en sus polveras, en los
zapatos, en los carretes de hilo desbobinados y vueltos a bobinar, en las
lujosas prendas de uso íntimo.
Si se les impone la abstinencia, padecerán
crisis nerviosas, alucinaciones, ideas de suicidio y de asesinato; si usted descuida
guardia, corren, si es necesario, completamente desnudas, hasta la farmacia más
cercana; si usted las encierra en su domicilio o en una casa de salud –mediante
amenazas, blasfemias y ofrecimientos de dinero, mediante ruegos, lágrimas y
manifestaciones de dolor –las verá convencer a la más terrible de las
guardianas y corromper a la más fiel de las sirvientas.
¡Cuántas locuras, cuántos crímenes,
cuántos duelos! ¡Oh, la Pravaz! Observen en el último circulo olvidado del
Infierno de Dante a los poseídos del delirium
tremens morfínico: Aquí, un joven declara: «!He perdido mi corazón!» – y va, con el rostro lívido, golpeando puertas,
estremeciéndose al tic tac de los relojes; allí, un viejo oficial llora y gime,
habla de gatos que le arañan, dice que su estómago se divide en dos; más allá,
una dama aúlla a unos monstruos sentados sobre su cuerpo; siente unas cornejas
penetrar en su cerebro, lagartos y víboras sorber y devorar sus entrañas; otra
dama se levanta regularmente a medianoche, extiende los brazos para defenderse
y grita, con voz angustiosa: «¿Que
me queréis, fantasmas?»
Otra enferma, aunque muy conocida en los tribunales, Marie R… (9ª habitación,
junio de 1890), esta Marie, antaño dulce y encantadora, a partir de ahora
víctima de las inyecciones, esta Maríe maltrata a su hijita de cuatro años de
edad. Unos hombres se apuñalan, unas mujeres se estrangulan: tales son los
paraísos del Artificio, sueños de Baudelaire, tales son los ideales que
albergan las mortales embriagueces, donde los perfumes y los licores toman
formas y aspectos humanos, poses, gestos y sonrisas de amantes embrujadas,
rubias como los tabacos de Oriente, floridas de verde como las absentas,
dorados como las añejas y buenas aguardientes, más deliciosamente embalsamados
que la nafta, sutiles, blancos y virginales como la morfina y el éter.
¿Hay remedio, hay salvación? ¿Cómo
combatir el mal? Algunos médicos exigen la supresión de las jeringas, la supresión
inmediata y radical; otros recetan compensadores de narcóticos menos peligrosos:
el cloral, el café, el alcohol. Se trata de engañar a los enfermos con
inyecciones de agua pura; pero, el morfinómano es semejante al alcohólico, y es
necesario dosificarlo, según opinión de las celebridades médicas francesas y
extranjeras, Ball, Güntz, de Burkart, Zambacco, Magnan, Levinstein, Pichon, de
Monvel, etc.; en cuanto a los médicos y a los farmacéuticos, acostumbrados los
unos y los otros a estar en contacto con la morfina, su recaída es segura. ¿Qué
hacer? ¿Prohibir la venta e incluso la fabricación del veneno mundano? Tal vez.
Entonces, ¿echarán de menos las verdaderas enfermedades?
Hachís, opio, alcohol, tabaco,
morfina, té, nafta, cocaína, estricnina, sulfonal, queridos señores y nobles
damas, ¿a dónde nos lleva todo esto?
Queridos paraísos artificiales, un
barnum[4]
americano ya os anuncia bajo el nombre de agentes «pasionimétricos embriagadores», y desde el albor del siglo veinte se leerán vuestros
atractivos eslóganes:
SUEÑO
PARA TODOS.- Indicar la edad, el sexo, la
profesión, el número de horas de sueño que se desea.
EMBRIAGUEZ
PARA TODOS.- 3 píldoras al acostarse. Se
es presa de una embriaguez de Sultán, paradisíaca; uno se levanta al son de
trompetas del Juicio final.
¡Enterrados el Sr. Brown-Séquard y
sus médulas de conejo! ¡He aquí la embriaguez, he aquí el sueño, he aquí el
placer, señoras!... ¡Viva Borgia!
Una inmensa necesidad de reposo se
apodera del hombre. Ya no quiere trabajar ni sufrir más; le ha robado algunos
secretos a la naturaleza – pero lejos de perseguir sus conquistas y caminar un
día como triunfador sobre la tierra vencida, sueña con el eterno olvido de los
seres y de las cosas.
Dubut
de Laforest.
Publicado en Le Figaro el 22 de septiembre de 1890.
Traducción.- José M.
Ramos González.
[1]
Alexander Wood (Edimburgo, 1817- íd. 1884) fue un médico escocés que
pasó a la historia como el inventor de la aguja hipodérmica, que perfeccionaría
el francés Charles Pravaz. El año de la invención fue 1853, cuando Wood ideó un
instrumento que ayudase a aliviar el dolor de su esposa, Rebecca Massey, quien
padecía un cáncer por entonces incurable, inyectándole morfina con frecuencia.
Según se dice, su esposa fue la primera persona adicta a la morfina y
finalmente ella falleció por una sobredosis de dicha sustancia, administrada
con el invento de su marido. (Fuente: Wikipedia)
[2]
El 29 de septiembre de 1890, apareció publicado en Le Figaro el siguiente
suelto: «Bourron
(Seine-et-Marne), 26 de septiembre.
Señor Redactor en jefe: En el artículo del Sr. Dubut de Laforest, sobre “los
venenos mundanos”, publicado por Le Figaro el 22 de septiembre, está citado,
como habiendo escrito contra la morfeomanía,
mi padre, el doctor Zambaco Pacha. Usted añade entre paréntesis (Turco), error que debo reparar. En
efecto, el doctor Zambaco Pacha, miembro correspondiente nacional de la
Academia de medicina de París, oficial de la Legión de honor, etc., de origen
griego y de nombre genovés, es ciudadano francés, como su hijo, que osruega
insertar la presente rectificación y agradecérselo por anticipado.
Demetrius-François ZAMBACO, Abogado en París.»
[3] Charles Gabriel Pravaz (1791-1855),
cirujano y ortopedista francés que fue, junto con Alexander Wood, el inventor
de la aguja hipodérmica. Aunque ambos llegaron a un instrumento similar, fue
Pravaz quien la popularizó con ayuda de Louis-Jules Béhier. Pravaz usó su
jeringa de pistón (conocida como jeringa de Pravaz) para la inyección
intravenosa de anticoagulantes para el tratamiento del aneurisma. (Fuente:
Wikipedia)
[4]
Charlatán de feria (Nota del t.)
Lex (artículo)
Dentro de algunas semanas, la
justicia francesa deberá instruir una de esas audacias femeninas que, por ser
nuevas, no son menos revolucionarias.
He aquí los hechos en toda su
brutalidad:
El Sr. y la Sra. X… han separado
sus cuerpos y sus bienes por razones que resulta inútil recordar aquí. El
juicio de separación se remonta a una decena de años. Habiendo nacido una niña
de esta desdichada unión, el tribunal decidió que la custodia pertenecería
indistintamente a ambos esposos. La chiquilla es internada en el Sagrado
Corazón, donde recibe de vez en cuando, pero por supuesto nunca el mismo día,
las visitas de su papá y su mamá. Los esposos viven en París. La madre se ha
convertido en la amante de un importante personaje, y mientras el marido vive
de su trabajo – el buen hombre es jefe de gabinete en un ministerio – la dama
vive a todo tren.
Así las cosas, cuando ayer una
criada se presentó en el domicilio del Sr. X… y le entregó una carta de la Sra.
X… solicitando una entrevista por un asunto urgente.
El padre no ha visto a su hija
desde hace varios días; los funcionarios del gabinete están un poco apurados
durante las fiestas de Pascua… ¿Y si la chiquilla estuviese enferma?… No hay
nada que dudar… Se concierta la cita para las cinco.
La entrevista tiene lugar en una
habitación de un hotel: se ha elegido adrede un terreno neutral.
El Sr. X. espera en un salón. Un
cupé se detiene en el patio del hotel y la Sra. X… se apea de él.
El pobre hombre está muy preocupado.
La dama entra con aire altivo,
guantes tiroleses. Arroja un vistazo distraído sobre los viejos muebles del
apartamento, y por fin se decide a hablar, mirando fijamente a su marido:
–Mire que pinta tiene, querido… Ya
no se lleva el cuello almidonado… Y ese pantalón largo… Y ese chaleco… ¡Ah!
querido, está usted ridículo…
El jefe de gabinete no se ha
movido. Un solo grito sale de su pecho como un sordo estertor:
–¿Y Marie?... ¿Y mi hija?
–Estupendamente.
–Entonces, señora, ¿qué quiere de
mí?
La Sra. X…, que hasta ese momento
había hablado de pie, toma asiento en un sofá:
–Señor X, vengo a hablar de
negocios con usted… El apartamento que ocupo en la calle Lafayette ya no me
conviene… Me he decidido a venderlo para comprar un palacete en la avenida de
los Campos Elíseos… Parece que es necesario su consentimiento.
–Me niego.
–Ya me lo esperaba, pero he tomado
mis precauciones. En un instante mi notario y mi asesor estarán aquí y le
explicarán…
–¿Se atreverá a confesarme la
fuente de esa fortuna?
–Lo he ganado en la Bolsa.
–Entonces muéstreme los registros de
las operaciones.
–Lo han hecho por mí, señor… Usted
sabe muy bien que una mujer no puede jugar en la Bolsa sin la autorización de
su marido.
–Señora, no firmaré.
–Ya lo veremos. Mientras
esperamos, le advierto que si persiste en su negativa, pediré a la justicia la
autorización que usted no acepta darme.
He aquí, al menos me parece, un
guión para una obra que deja muy atrás las tramas de Odette y de la Fiammina.
Aquí, un asunto matrimonial. Allá, una cuestión de honor; y como diría el Sr.
Prudhomme que – según las recientes y profundamente precisas palabras de
Coqueline hijo – hace participar al público enormemente: Cosa seria es el
honor. Vea usted aquí a la mujer altanera, yendo a solicitar del marido una
legítima consagración del empleo de un dinero que ella ha ganado no se sabe
cómo, ¿o más bien se sabe demasiado?... Durante diez años, la dama ha vivido a
su antojo, arrastrando un poco por todos los lodos el apellido de un hombre
honrado, y cuando la dama ha recibido el premio por sus vergüenzas, al
legislador le parece completamente natural que los jueces autoricen a la nueva
condesa de Clermont a gestionar sus propiedades, en defecto del marido.
… Por fin, el notario y el asesor
bursátil llegan. En vano tratan de hacer comprender al infortunado jefe de
gabinete que se empecina inútilmente y que si no quiere dar su consentimiento,
la justicia autorizará sin titubear.
–¿Usted tiene una hija? – dice el
notario.
–Sería injusto privar a su hija de
la fortuna de su madre – añade el asesor.
–Además, fíjese.
Y los dos hombres despliegan ante
el Sr. X., el código civil abierto.
–Lea usted mismo.
El Sr. X… lee y la ley le condena.
Se omitirá perfectamente su autorización.
Les ruego que observen que la ley
que, en los artículos 1449 y 1450, salvaguarda de una manera maravillosa los
intereses pecuniarios del marido, es tan muda como la hija de la historia en lo
relativo a la moralidad del empleo y uso de bienes que puedan resultar
ilegítima o deshonestamente adquiridos. En definitiva, el marido se niega a dar
su consentimiento al empleo de un dinero cuyo origen adivina demasiado bien.
¿Qué va a pasar?
El Sr. X…, va a ser llevado ante
los tribunales, y su esposa solicitará de los jueces la autorización que su
marido no quiere concederle.
Siempre hablaremos bien de un
hombre tan honorable como lo puede ser este; además, por mucho que el abogado
de la Señora X… tenga la lengua desatada, el jefe de gabinete será muy bien
tratado. Se le dirá que hubiese hecho mejor dejando enriquecer tranquilamente a
su mujer y no encontrar nada dañino en que ella vendiese un pequeño apartamento
para comprar uno más grande.
No quiero tomar partido aquí ni a
favor ni en contra del divorcio; pero creo que hay cosas mejor que hacer que llevar
al estrado a un marido que no quiere conceder su sanción a un acto que lo
deshonra.
¿No sería más simple y más moral,
en verdad, que la esposa que tiene esa pretensión, fuese libre de adquirir unos
inmuebles sin que, por eso, tenga necesidad
de venir a humillar más esposo abandonado:
–He aquí el premio a mis faltas;
sea amable: autoríceme a aprovecharme de ellas. Nadie sabrá nada; todo quedará
en familia… ¿No quiere? ¡Pues bien! señor, se va a cubrir usted de ridículo… En
cuanto a mí, poco me importa el escándalo…
Sí, más valdría. Se terminaría por
permitir a la mujer vender, se salvaguardaría su fortuna primitiva y podría
hacer calzas y calcetas con el dinero tristemente ganado fuera del hogar.
Pero las cosas no son así.
–¡Ah! a migo mío, tú no quieres
ser Georges Dandin; tú crees en el honor y preferirías sin duda que tu hija
estuviese sin un centavo que saberla rica gracias a su mala madre. Desde tu
desgracia vivías discretamente en las sombras, trabajador infatigable,
ahorrando para educar a tu hija y aportar la parte honorable que mitigaba algo
la mancilla de la otra. Vamos a sacarte de tus sombras y mostrarte al gran día.
–¡Ah! no quieres firmar; no te
gusta que tu esposa ocupe un magnífico palacete en compañía de su amante… Sin
duda todavía estás celoso… ¡Pobre diablo!... Tu mujer tendrá sus caballos, sus
criados, su palacete, su palco en la Ópera y en el Teatro Francés; tu esposa
jugará a la Bolsa; apostará en las hipódromos; y cuando haya tenido la suerte
de ganar un poco más, vendrá con la frente alta a decirte:
–Aquí están querido, mis pequeños
ahorros; voy a instalarme en un palacio soberbio, ¿quiere consentir? ¿No? ¡Muy
bien! Lo ataco y como estoy en racha, usted va a perder.
Así pues, a algunos días de aquí,
el estreno de este pequeño drama familiar.
Está usted bastante perplejo y
encuentra al igual que yo, que la ley es humillante e inhumana.
Y mire usted, cuando esta mañana
el Sr. X…, ha venido a contarme todo esto, con los ojos hinchados, me he
sentido conmovido hasta lo más profundo de mi alma. Solo un consuelo en medio de
la desbandada general: el encontrarme por aquí, por allá, un alma valiente y un
corazón orgulloso. Pobre Sr. X…. Le costaba tan poco poner su firma al final
del papel presentado por el notario. Todo estaba dicho: todo había acabado. Su
mujer se convertía en propietario y usted, usted continuaría con su existencia
de labor plena de coraje y abnegación.
Pero usted ha pensado en su hija.
A Dios gracias, usted no cree en la herencia fatal. Usted se ha dicho que un
día su hija se convertirá en una mujer decente y que si la terrible historia le
fuese revelada, no le perdonaría su cobardía! Deje hacer a la justicia lo que honorablemente ha
rechazado hacer usted mismo.
Usted ha actuado bien, señor; usted
ha hecho bien burlándose de las mofas que van a lloverle; es usted un hombre valiente,
señor, y yo le estrecho las manos.
JEAN TOLBIAC
(pseudónimo de
Jean-Louis Dubut de Laforest)
Le Figaro, 31 de mayo de 1882
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