Si alguien se sintiese lo suficientemente audaz para añadir un capítulo
a la obra siempre incompleta de la Comedia
humana, ese hombre de fe robusta, al igual que temerario, tendría el deber
de reservar un lugar de honor a los tipos femeninos que nuestra organización
democrática ha hecho despuntar: «La esposa del diputado», «La esposa
del Prefecto», «La esposa del Ministro», etc., etc.
LA ESPOSA DEL DIPUTADO
¿Quién era la esposa del
diputado antes de ser algo? La esposa de un abogado de octava fila en una de esas
buenas plataformas de provincias que los reformadores de la magistratura
destruirán una de estas mañanas.
Vivía como buena burguesa en su
agujero provinciano, contenta con su suerte… Pero, apareció una aureola… ¡Hela
aquí!... el escrutinio ha hablado: se lo esperase o no. Ha sido proclamado el
Sr. Durand… Su esposa se había dirigido a la subprefectura para conocer allí el
resultado de los despachos. El subprefecto ha querido que la señora del
candidato fuese informada la primera, y radiante, completamente orgullosa, ha
corrido ante su marido que estaba perorando en un club electoral:
–Durand, hemos sido
elegidos!....
Entonces se ha iluminado la
fachada del Hotel de la Villa… Unas jovencitas han llevado flores… Se ha
interpretado la Marsellesa…
¡Elegidos!... La alegría de la
esposa no conoce límites. Esta elección es un triunfo suyo obtenido a base de charlas.
Pese a estar mal dotada, ha pronunciado bastantes palabras para conquistar los
sufragios: realista con estos, roja intensa con los otros, imperialista con aquellos
y un poco de todo con los indiferentes.
¡Elegidos!... Esa palabra en
París supone una influencia considerable; esa palabra supone una nueva
existencia, los honores, las felicitaciones, todo el trajín de la vida
parlamentaria.
***
La buena Sra. de Durand ha
llegado a la capital; ha llegado embriagada por el éxito; y hete aquí que ese
gran diablo de París, que ve tantas y tan honorables mujeres, no le ha prestado
ninguna atención.
Los salones han permanecido cerrados:
las visitas han sido escasas. Apenas, de vez en cuando, en la bruma de un día
de lluvia, la dama ha recibido algunas invitaciones oficiales, y aún allí, en
el mundo de los ministerios, se la ha tratado como una extraña, y la pobrecilla
ha sentido nauseas y pesar: se la había invitado para hacer bulto.
Y dulcemente, esta burguesa de
Francia, que en su distrito electoral se levantaba al amanecer, usaba sus
viejas faldas por la mañana y cuidaba su ajuar, ha sentido como una metamorfosis
de su ser. En el fondo añora las alegrías pasadas, la serena calma del pequeño
pueblo: ha vuelto a ver como en un espejo la casa de la calle del Carro de oro, la casa blanca con
contraventanas verdes, con su jardín de senderos rectos, el despacho de su
marido, el célebre Sr. Durand; ha vuelto a ver los clientes que, los días de
mercado, venían a llenar la cocina con regalos destinados al bufete de
Freneuil-les-Aulnes: aquí un par de pollos, aquí, un lucio de río, aquí una
cesta de uvas…
Pero, la señora del diputado ha
querido ser una esposa viril, y ha olvidado las nieves de antaño; a veces
incluso ha olvidado rogar al buen Dios. La indiferencia de la gran ciudad ha
agriado su carácter: es una mujer vengativa.