Eran las seis de la tarde, y los
últimos besos del astro saludaban el declive de una magnífica jornada otoñal, iluminaban
la plaza del Chateau-d’Eau, irradiaban los chorros líquidos de la gran fuente, se
reflejaban con fuegos rojos y amarillos en los cristales de las casas, se
acumulaban alrededor de la estatua, recalentaban y animaban al león de bronce,
lo acribillaban de mil dorados y parecían levantar a la Mujer de Francia en una
apoteosis, arrojando sobre la tierra el oro y la sangre del cielo.
Ante la estación del ómnibus,
Gustave Monistrol iba y venía, con el monóculo en el ojo, sus morenos bigotes
erizados, y se decía:
–Ya ha tenido bastantes mujeres
de mundo, actrices, casquivanas y pequeñas obreras; ya estoy harto de las
francachelas parisinas; ¡quiero y tendré una burguesa de provincias!
Precisamente, un caballero y una
dama esperaban el ómnibus.
En chaleco negro y sombrero de
copa, alto y delgado, con un rostro puntiagudo donde se enredaban unos pelos grisáceos,
el caballero observó:
–Hay más movimiento aquí que en
Trimont-les-Fougères.
–¡Oh! sí, – dijo la dama – una
gentil pelirroja, vestida con una blusa de lana escocesa, no muy distinguida,
pero muy amable, muy vivaz, bajo su bonito sombrero de plumas y flores.
Ambos parecían emocionados,
radiantes por la novedad o el esplendor de los seres y de las cosas, y
Monistrol, que admiraba los hermosos ojos de la señora, se dijo con el corazón
alegre: «¡Esto es asunto
mío!»
Los provincianos y el parisino se instalaron en el ómnibus; conversaron
desde la plaza del Château-d’Eau hasta la Madeleine. Aquí, los tres viajeros
desaparecieron.
De inmediato, Monistrol entraba en el Cosmopolitan Club de
la calle Castiglione, y escribió:
«A la Señora Blanche Vatinel,
Hotel
del Danubio
calle
Godot-de-Mauroy.»
«Querida alma,
«He sentido vuestra mano temblar en la mía… Os amo y
bendigo al dios de los ómnibus… ¿Vuestro día y vuestra hora, por favor? Entregue
la respuesta a Alfred, el joven botones del Cosmo-Club en el que podéis confiar
plenamente.
«Os beso los labios y los pies tiernamente,
apasionadamente, irresistiblemente.
«GUSTAVE.»
Luego, el enamorado de la Señora Vatinel ordenó a un criado
que llamase a Alfred.
Ahora bien, Alfred se encontraba cumpliendo un recado. El
criado propuso a Felix o a Lucien; pero Monistrol creyó deber esperar al
mensajero habitual de sus notas de amor.
Gustave tenía sus razones. Jamás recadero alguno de
restaurante, café o casino ejercía tan bien su ministerio como el pequeño
Alfred, un galopín de quince años cuya cabeza fina y rubia y cuerpo grácil evocaban
el recuerdo de un joven paje de Carlos X. Muy correcto en su librea negra con
ribetes rojos, tocado de un gorro de tela de gamuza con las iniciales doradas:
C.-C., Alfred superaba con mucho a todos los expertos botones de los establecimientos
parisinos, incluso a los más ilustres, a Victor, del café de la Paix, y a
Gérême del Helder. Nadie mejor que él sabía deslizar una nota dulce entre los
dedos de la esposa de un amigo, en nombre del invitado y a espaldas del
anfitrión; nadie mejor que él sabía conducir a un jugador en un coche
estacionado y anunciar: «Entrad, caballero; bajad las cortinas, señora. Su
marido juega, está en racha, Diviértanse; ¡tómense su tiempo!» Nadie mejor que
él sabía traicionar a uno por otro y a ambos a favor de un tercero. Gracias al
infame botones, un viento de adulterio soplaba sobre el Cosmopolitan-Club; unas
protuberancias asomaban a la cabeza de los banqueros y de las eminencias, – y
el muchacho habría podido exclamar, digno émulo de Lucrecia Borgia: «¡Caballeros,
son todos ustedes unos cornudos!»
De regreso al círculo, Alfred se puso a las órdenes del Sr.
Monistrol.
–Para una dama de provincias, – declaró Gustave, entregando
su carta al querubín… Ya sabes, Alfred, es una provinciana… Nada de descaro…
¡con estilo! ¡con estilo!
–Sí, señor barón.
Mientras el bonito paje se dirigía hacia el hotel Danubio,
el Sr. Adhémar y la Sra. Blanche Vatinel, satisfechos de una buena cena en el
hotel, subían a sus habitaciones. ¡Ah! las buenas personas, y cómo respiraban el
aire de provincias! Si el Sr. Adhémar, ex director del colegio de
Trimont-les-Fougères, mantenía siempre los serios modales de su cargo escolar,
Blanche, hija de ricos granjeros de los alrededores de la Souterraine, reía y disfrutaban,
maravillada con las bellezas de París.
La Señora Vatinel deshacía unos paquetes del Louvre, del
Bon-Marché y del Printemps.
–Mira, Adhémar, mira… ¡Unos tinteros japoneses a trece
centavos!... ¡Pañuelos bordados a diez centavos… ¡Agendas gratis!... ¡No se lo
van a creer en Trimont-les-Fougères!
Adhémar sonreía, feliz de la dicha de su esposa. Él, pobre
director de colegio, y ya viejo, había tenido esa rara fortuna de ser
distinguido por Blanche, su antigua alumna, una viuda pimpante y millonaria que
acababa de esposarlo, a pesar de las burlas vecinales y la ira de la familia. Era
su viaje de bodas, y el Sr. Vatinel trataba de enmascarar sus severas actitudes
profesionales bajo manifestaciones mundanas y burlescas.
–¿Estoy demasiado serio, Blanche?
–No, Adhémar.
–Un tipo curioso, ese ciudadano del ómnibus, ese barón
Gustave Mo… Motis… mo… mostrol…
–Monistrol.
–Eso. Algún viajante de comercio, sin duda.
–¡Caramba!
–Se tomó muchas familiaridades ese muchacho; es un
maleducado y me entraron ganas de propinarle quinientos coscorrones y
suspenderle el recreo cuando se ha permitido besarte la mano.
–Sobre el guante, Adhémar, sobre el guante.
–¡Del guante a la piel, señora, y de la copa a los labios!
–¿Qué quiere decir eso?
–Establezco una figura retórica…
–Olvida los castigos y las retóricas, puesto que ya has
vendido el colegio.
–Y vos, señora, ¡olvidad al viajero del ómnibus!
–¡Celosillo!...
El pequeño botones del Cosmo-Club entró con paso ligero en
el hotel Danubio y preguntó:
–¿El Señor y la Señora Vatinel?
Fue respondido por la dama del mostrador absorbida en sus
libros:
–Vatinel… Tercer piso… Habitaciones 74 y 76.
Temiendo provocar sospechas, Alfred no se atrevió a
informarse más; pero, en lo alto, supo por un criado que la señora ocupaba el
74 y el caballero el 76.
Suavemente golpeó en la 74, y cuando entraba, una mano lo
agarró y una voz gruñó:
–¡Vaya, un colegial!
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E incitaba a Blanche a la parafernalia amorosa |
Blanche, aterrada, se deslizó entre sus sábanas; el ex
director del colegio de Trimont-les-Fougères no soltaba al paje del
Cosmopolitan-Club:
–¡Ah, bribón! ¡te atreves a introducirte en la habitación de
una mujer casada!
–Caballero…
–De entrada, cochino, ¿a qué colegio perteneces?
–Al Cosmo.
–¿Eh?
–Al Cosmopolitan Club.
–¿Qué es eso?
–Un círculo.
–¡Ah! empleáis hoy el vocablo «círculo», en lugar de decir:
pritaneo, gimnasio, instituto, colegio, escuela…
–Caballero…
–¡Silencio! ¿Cuántos sois?
–Tres botones, nueve criados, dos mayordo…
–… de estudio. Te hablo de los alumnos.
–¿De los señores miembros?
–¡Seguimos con la bromita!... «miembros», en lugar de alumnos…
Veamos, ¿cuántos internos y externos?
–Cuatrocientos cincuenta.
–¿En qué clase estás tú?
–En la sala grande.
–Granuja, te has evadido por la tarde o por la noche, para
deshonrar a una familia… Te mereces…
–Pero, señor, déjeme; le digo que soy botones en el Cosmo…
–Y yo te digo que eres un interno evadido y que voy a
llevarte al colegio…
–Caballero…
–Se te infligirán los castigos y suspensiones…
–Gano tan poco.
–¡Vamos, en camino!
–Caballero…
–¡Andando!...
Sin escuchar las observaciones de la dulce Blanche, el Sr.
Vatinel examinaba las iniciales de oro bordadas sobre el gorro del chico y
grabadas sobre los botones de su uniforme.
–¿C.-C.? ¿Colegio Condorcet?
–¡Un Instituto, señor, el Condorcet!–replicó Alfred.
–¿Entonces, C.-C.? ¿Colegio Carlomagno?
–El Carlomagno es un Instituto! – gimió el paje.
–¿C.-C.? ¿Colegio Chaptal?
–No, no, señor Vatinel…C.-C, significa Cosmo-Club.
–Lo admito. ¿Tu nombre?
–Alfred.
–¿Alfred, qué?
–Alfred sin más.
–¡Un bastardo!... ¡Pobre pequeño!... Pues bien, Alfred, si
me das la dirección de tu colegio o instituto, tu castigo será menor… Te
llevaré en coche al Cosmo-Club.
–¡De acuerdo, señor!
Bajaron, tomaron un coche. El pequeño botones indicó una
dirección lejana al cochero, y se detuvieron ante una casa de lenocinio.
–¿Es ahí? – preguntó el ex director del colegio de
Trimont-les Fougères.
–Sí, señor.
–¡Cuántas ventanas! ¡Cuántas verjas!... ¿Esos son
dormitorios?
–Yes.
… Y mientras el Sr. Adhémar vociferaba en un salón repleto
de mujeres desnudas, Alfred corría al hotel Danubio e incitaba a la Sra.
Vatinel a la parafernalia amorosa con Monistrol.
JEAN-LOUIS
DUBUT DE LAFOREST
Publicado
en La Petite caricature 12 de abril de 1898.
Traducción
de José M. Ramos González. Pontevedra 2/1/2017
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