Dentro de algunas semanas, la
justicia francesa deberá instruir una de esas audacias femeninas que, por ser
nuevas, no son menos revolucionarias.
He aquí los hechos en toda su
brutalidad:
El Sr. y la Sra. X… han separado
sus cuerpos y sus bienes por razones que resulta inútil recordar aquí. El
juicio de separación se remonta a una decena de años. Habiendo nacido una niña
de esta desdichada unión, el tribunal decidió que la custodia pertenecería
indistintamente a ambos esposos. La chiquilla es internada en el Sagrado
Corazón, donde recibe de vez en cuando, pero por supuesto nunca el mismo día,
las visitas de su papá y su mamá. Los esposos viven en París. La madre se ha
convertido en la amante de un importante personaje, y mientras el marido vive
de su trabajo – el buen hombre es jefe de gabinete en un ministerio – la dama
vive a todo tren.
Así las cosas, cuando ayer una
criada se presentó en el domicilio del Sr. X… y le entregó una carta de la Sra.
X… solicitando una entrevista por un asunto urgente.
El padre no ha visto a su hija
desde hace varios días; los funcionarios del gabinete están un poco apurados
durante las fiestas de Pascua… ¿Y si la chiquilla estuviese enferma?… No hay
nada que dudar… Se concierta la cita para las cinco.
La entrevista tiene lugar en una
habitación de un hotel: se ha elegido adrede un terreno neutral.
El Sr. X. espera en un salón. Un
cupé se detiene en el patio del hotel y la Sra. X… se apea de él.
El pobre hombre está muy preocupado.
La dama entra con aire altivo,
guantes tiroleses. Arroja un vistazo distraído sobre los viejos muebles del
apartamento, y por fin se decide a hablar, mirando fijamente a su marido:
–Mire que pinta tiene, querido… Ya
no se lleva el cuello almidonado… Y ese pantalón largo… Y ese chaleco… ¡Ah!
querido, está usted ridículo…
El jefe de gabinete no se ha
movido. Un solo grito sale de su pecho como un sordo estertor:
–¿Y Marie?... ¿Y mi hija?
–Estupendamente.
–Entonces, señora, ¿qué quiere de
mí?
La Sra. X…, que hasta ese momento
había hablado de pie, toma asiento en un sofá:
–Señor X, vengo a hablar de
negocios con usted… El apartamento que ocupo en la calle Lafayette ya no me
conviene… Me he decidido a venderlo para comprar un palacete en la avenida de
los Campos Elíseos… Parece que es necesario su consentimiento.
–Me niego.
–Ya me lo esperaba, pero he tomado
mis precauciones. En un instante mi notario y mi asesor estarán aquí y le
explicarán…
–¿Se atreverá a confesarme la
fuente de esa fortuna?
–Lo he ganado en la Bolsa.
–Entonces muéstreme los registros de
las operaciones.
–Lo han hecho por mí, señor… Usted
sabe muy bien que una mujer no puede jugar en la Bolsa sin la autorización de
su marido.
–Señora, no firmaré.
–Ya lo veremos. Mientras
esperamos, le advierto que si persiste en su negativa, pediré a la justicia la
autorización que usted no acepta darme.
He aquí, al menos me parece, un
guión para una obra que deja muy atrás las tramas de Odette y de la Fiammina.
Aquí, un asunto matrimonial. Allá, una cuestión de honor; y como diría el Sr.
Prudhomme que – según las recientes y profundamente precisas palabras de
Coqueline hijo – hace participar al público enormemente: Cosa seria es el
honor. Vea usted aquí a la mujer altanera, yendo a solicitar del marido una
legítima consagración del empleo de un dinero que ella ha ganado no se sabe
cómo, ¿o más bien se sabe demasiado?... Durante diez años, la dama ha vivido a
su antojo, arrastrando un poco por todos los lodos el apellido de un hombre
honrado, y cuando la dama ha recibido el premio por sus vergüenzas, al
legislador le parece completamente natural que los jueces autoricen a la nueva
condesa de Clermont a gestionar sus propiedades, en defecto del marido.
… Por fin, el notario y el asesor
bursátil llegan. En vano tratan de hacer comprender al infortunado jefe de
gabinete que se empecina inútilmente y que si no quiere dar su consentimiento,
la justicia autorizará sin titubear.
–¿Usted tiene una hija? – dice el
notario.
–Sería injusto privar a su hija de
la fortuna de su madre – añade el asesor.
–Además, fíjese.
Y los dos hombres despliegan ante
el Sr. X., el código civil abierto.
–Lea usted mismo.
El Sr. X… lee y la ley le condena.
Se omitirá perfectamente su autorización.
Les ruego que observen que la ley
que, en los artículos 1449 y 1450, salvaguarda de una manera maravillosa los
intereses pecuniarios del marido, es tan muda como la hija de la historia en lo
relativo a la moralidad del empleo y uso de bienes que puedan resultar
ilegítima o deshonestamente adquiridos. En definitiva, el marido se niega a dar
su consentimiento al empleo de un dinero cuyo origen adivina demasiado bien.
¿Qué va a pasar?
El Sr. X…, va a ser llevado ante
los tribunales, y su esposa solicitará de los jueces la autorización que su
marido no quiere concederle.
Siempre hablaremos bien de un
hombre tan honorable como lo puede ser este; además, por mucho que el abogado
de la Señora X… tenga la lengua desatada, el jefe de gabinete será muy bien
tratado. Se le dirá que hubiese hecho mejor dejando enriquecer tranquilamente a
su mujer y no encontrar nada dañino en que ella vendiese un pequeño apartamento
para comprar uno más grande.
No quiero tomar partido aquí ni a
favor ni en contra del divorcio; pero creo que hay cosas mejor que hacer que llevar
al estrado a un marido que no quiere conceder su sanción a un acto que lo
deshonra.
¿No sería más simple y más moral,
en verdad, que la esposa que tiene esa pretensión, fuese libre de adquirir unos
inmuebles sin que, por eso, tenga necesidad
de venir a humillar más esposo abandonado:
–He aquí el premio a mis faltas;
sea amable: autoríceme a aprovecharme de ellas. Nadie sabrá nada; todo quedará
en familia… ¿No quiere? ¡Pues bien! señor, se va a cubrir usted de ridículo… En
cuanto a mí, poco me importa el escándalo…
Sí, más valdría. Se terminaría por
permitir a la mujer vender, se salvaguardaría su fortuna primitiva y podría
hacer calzas y calcetas con el dinero tristemente ganado fuera del hogar.
Pero las cosas no son así.
–¡Ah! a migo mío, tú no quieres
ser Georges Dandin; tú crees en el honor y preferirías sin duda que tu hija
estuviese sin un centavo que saberla rica gracias a su mala madre. Desde tu
desgracia vivías discretamente en las sombras, trabajador infatigable,
ahorrando para educar a tu hija y aportar la parte honorable que mitigaba algo
la mancilla de la otra. Vamos a sacarte de tus sombras y mostrarte al gran día.
–¡Ah! no quieres firmar; no te
gusta que tu esposa ocupe un magnífico palacete en compañía de su amante… Sin
duda todavía estás celoso… ¡Pobre diablo!... Tu mujer tendrá sus caballos, sus
criados, su palacete, su palco en la Ópera y en el Teatro Francés; tu esposa
jugará a la Bolsa; apostará en las hipódromos; y cuando haya tenido la suerte
de ganar un poco más, vendrá con la frente alta a decirte:
–Aquí están querido, mis pequeños
ahorros; voy a instalarme en un palacio soberbio, ¿quiere consentir? ¿No? ¡Muy
bien! Lo ataco y como estoy en racha, usted va a perder.
Así pues, a algunos días de aquí,
el estreno de este pequeño drama familiar.
Está usted bastante perplejo y
encuentra al igual que yo, que la ley es humillante e inhumana.
Y mire usted, cuando esta mañana
el Sr. X…, ha venido a contarme todo esto, con los ojos hinchados, me he
sentido conmovido hasta lo más profundo de mi alma. Solo un consuelo en medio de
la desbandada general: el encontrarme por aquí, por allá, un alma valiente y un
corazón orgulloso. Pobre Sr. X…. Le costaba tan poco poner su firma al final
del papel presentado por el notario. Todo estaba dicho: todo había acabado. Su
mujer se convertía en propietario y usted, usted continuaría con su existencia
de labor plena de coraje y abnegación.
Pero usted ha pensado en su hija.
A Dios gracias, usted no cree en la herencia fatal. Usted se ha dicho que un
día su hija se convertirá en una mujer decente y que si la terrible historia le
fuese revelada, no le perdonaría su cobardía! Deje hacer a la justicia lo que honorablemente ha
rechazado hacer usted mismo.
Usted ha actuado bien, señor; usted
ha hecho bien burlándose de las mofas que van a lloverle; es usted un hombre valiente,
señor, y yo le estrecho las manos.
JEAN TOLBIAC
(pseudónimo de
Jean-Louis Dubut de Laforest)
Le Figaro, 31 de mayo de 1882