lunes, 2 de enero de 2017

La caseta de castidad (relato)

Los médicos acababan de prescribir a la joven baronesa Henriette de Puypelat una temporada de baños de mar. El viejo barón Stanislas acompañaba a su esposa. Marido celoso, de unos celos monstruosos, muy contrariado por tener que abandonar su castillo del Périgord, un lúgubre caserón donde mantenía a la mujer encerrada, el aristócrata evitó las playas vecinas de la Gironde, a causa de los encuentros amistosos; descartó Trouville, Dieppe, Cabourg, todos los centros importantes de hábitos demasiado mundanos; por fin, eligió Boulogne, la colonia inglesa de rígidas costumbres. En Boulogne, sufrió un desencanto. Muchas rostros de cuáqueros y cuáqueras, pero también un gran número de gentlemans filtreando, apuestos caballeros en culotes ceñidos, con camisas rojas, verdes, azules, de larga nariz y prodigiosos cuellos almindonados. El barón quiso regresar, pero la baronesa se resistió, y finalmente alquilaron una villa aislada del círculo habitual de los bañistas.
El Sr. de Puypelat prohibió a la señora que frecuentase las casetas del establecimiento, así como aparecer por el Casino. Si la villa se hubiese encontrado al borde del mar, Henriette habría podido bajar desde su habitación en traje de baño y, a continuación, volverse a vestir en su casa al abrigo de los monóculos.
Pero no quedaba ninguna casa de alquiler de ese tipo, y el barón, que no quería que su esposa de desnudase aquí o allá, obtuvo a precio de oro del concesionario de la playa, la autorización para usar una caseta especial.
La caseta era muy lujosa, y distante de la casa unos trescientos metros. Tanto para entrar en el agua como para salir, Henriette permanecía invisible: una doble hilera de planchas la resguardaba de todas las miradas, – excepto del ojo marital, – hasta que las olas llegasen a mojar su cintura. Desde lo alto de un balcón, el marido vigilaba a la bañista, y solamente Julia, la doncella, esperaba, con un albornoz en la mano, y el baño de pies de la señora.
Cada noche, a la hora de la música, se podían ver a esos dos seres, el verdugo y su víctima: él, un hombrecillo, delgado, arrugado, de rostro simiesco, cabellos canosos pegados a las sientes, una boca desdentada, un rictus de monstruo, manos crispadas y vellosas, patas de animal salvaje; ella, alta y rubia, de una belleza ateniense, siempre con velo. Se paseaban sentándose lejos de la gente. Al menor paso de las boinas o las camisas multicolores, Stanislas gruñía: «¡Señora, baje la mirada!» Y si ella vacilaba, el odioso mono la arrastraba, se colgaba de sus faldas, se levantaba, le mostraba el puño, le propinaba un golpe de garra, dirigiéndole innobles insultos con una carga escatológica de carretero o de cochero.
¡Pobre baronesa! Después de tres años de matrimonio, llevaba una vida de galeras. Hija de nobles sin fortuna, unos parientes, felices de desprenderse de ella, la habían emparejado con este triste caballero. Henriette ignoraba aún los goces naturales del amor; no sabía del amor más que las orgías a las cuales los viejos libertinos e impotentes condenan a sus esposas. ¡Qué suplicio! ¡Qué martirio! ¡Oh! ¡pagaba muy caro, pagaba con sus disgustos y lágrimas, los lujosos vestidos! Virgen, a pesar de los horrores de alcoba; virgen, a pesar de las mancillas, temblaba de un inmenso deseo de huir del verdugo. ¿Qué sería de ella? La prostitución le espantaba: un temor religioso le impedía matarse – y, dolorosamente, escalaba su calvario.
Ese día, uno de los bañistas más elegantes de Boulogne, hábil parisino en todos los deportes, de una musculatura de atleta, gimnasta aficionado del circo Molier, joven aristócrata, el conde Léopold de Treuilh, seguía a la baronesa entre las olas. Excelente nadadora, la Sra. de Puypelat se aventuraba a lo lejos, cuando sintió una mano ligera acariciar, cosquillear, bajo el agua, sus maravillosas formas.
Al principio, se revolvió; pero, emergiendo de la cabeza, los bigotes húmedos y apenas rizados, Léopold pronunciaba su nombre, su título, murmuraba dulces palabras; ella lo miró, la espalda vuelta hacia Stanislas que vigilaba desde las alturas del balcón.
–Baronesa, él no puede vernos; me sumerjo.
En efecto, se sumergió, se perdió de vista, se volvió a deslizar con los labios sonrientes, ávidos de besos, los dedos temblorosos de amor. ¿Qué intentar en medio de la ola? Los sabios ataques siempre eran cortados por las montañas de blanca espuma, y, en sus rápidos abrazos con un solo brazo (el otro golpeaba la ola), en sus besos húmedos y sabrosos, se arriesgaban a ahogarse, a morir, ella virgen, y él tocando a las puertas rubias.
–¿Por la noche?
–Imposible. Me vigila constantemente.
–¿Por el día?
–No me deja, salvo a la hora del baño, pues tiene miedo al agua.
–¿En vuestra caseta? Me ocultaré…
–Él comprueba la caseta; tiene una llave.
–¿Y si lo matase?
–Iríais a prisión.
–¿Un duelo?
–No se bate.
–¡Mal nacido!
–¡Oh! ¡sí!
Al día siguiente, el Sr. de Treuilh abordaba a la doncella.
–Julie, ¿quiere ganar cincuenta luises?
–¿Qué desea señor conde? – dijo la sirvienta, ya iniciada en el misterio de las aguas.
–Va usted a prestarme uno de sus vestidos y uno de sus gorros.
–¿Para introduciros en la caseta de la señora?
–Lo ha adivinado, bribona.
–El señor conde no ignora que me juego mi puesto de trabajo.
–Cien luises.
–Acepto. Esto irá muy bien. El señor conde es más o menos de mi talla, y yo tengo precisamente un vestido y un gorro nuevos.
–¡Diablos! ¿Pero dónde vestirme?
–Yo indicaré al señor un camino favorable. Por allí no pasa nadie.
–Usted se esconderá mientras yo la reemplazo.
–No tema, señor conde.
En vestido de color lila, con un gorro de tela y un mandil blanco atado a la cintura, Léopold acechaba la salida de la bañista, con las mejillas y los bigotes tapados con una venda como si tuviese dolor de muelas. Henriette apareció. Él la cubrió con un albornoz y ambos caminaron hacia la caseta. ¡La mujer, virgen de un anciano rabioso y afectado de impotencia! ¡Durante tres semanas, el delirio, la embriaguez! Al aristócrata le gustaba abrazar a Henriette toda mojada, secar su cabellera dorada, los senos y los piececitos rosados, pasear alrededor del delicado y voluptuoso cuerpo las cálidas toallas de batistas finas. El también se desprendía de sus molestas prendas; llevaba a la dama rubia sobre la camilla de reposo, y, ambos, en sus desnudez soberbia, glorificaban la naturaleza con un himno de amor.
La Sra. de Puypelat amaba al conde de Treuilh; lo amaba con todo el calor de su sangre; le contaba las mil angustias de su pobre existencia, las inquisiciones perpetuas, los insultos, la vergüenza de su caseta de paria, y Léopold, de rodillas, le suplicaba que abandonase al terrible y ridículo marido.
–Iremos a Londres. Soy rico. ¡Oh, mi Henriette, dejadle vuestras joyas, vuestros vestidos, vuestros sombreros!
Henriette lo escuchaba, radiante.
–¿Mañana?
–Sí, mañana.
Y la bañista gemía, incapaz de tomar una decisión.
Naturalmente, el barón no se preocupaba demasiado de la caseta, una vez que la señora regresaba y cuando Julie traía los vestidos del Sr. de Treuilh y vaciaba el baño… de pies.
Una tarde, el Sr. de Puypelat vio a Julia que montaba guardia, en la curva de un sendero, y al mismo tiempo, vio a otra Julie que envolvía con un albornoz los hombros y las chorreantes piernas de la baronesa. «¿Estoy soñando?, se dijo. ¿Estoy loco? ¿O es que veo doble?» Se frotó los ojos. No, no se engañaba. Una Julie a la derecha; una Julie a la izquierda: ¡dos Julies! La una y la otra de altura similar, los vestidos, los mandiles y los gorros idénticos, dos vendas semejantes en la mandíbula.
Stanislas bajó. Una vez llegó ante la caseta, extrajo su llave, abrió, entró, con el revolver en la mano. Henriette emitió un grito de alarma y, de pie, Léopold protegía a la mujer. Este tomó el baño de pies y, con brazos hercúleos, lanzó violentamente el contenido a la cabeza del viejo. Cegado, empapado, el Sr. de Puypelat buscaba el gatillo de la pistola. Sin perder un minuto, sin preocuparse de su desnudez ni de la de la baronesa, el Sr. de Treuilh se agachó:
–¡Henriette, sube a mis espaldas, agárrate a mi cuello!
Ella obedeció. Léopold se arrojó al mar, nadador intrépido, y el barón disparó tres balas; todavía apuntaba.
Cuando los enamorados, intactos, estuvieron fuera de alcance, Henriette se puso bravamente a nadar. Estaban rotos; extenuados; se saludaban con una última mirada; pero un barco enfilaba en dirección norte.
–¡Hombre al agua! ¡Stop!
–¿Dos hombres?
–No, un hombre y una mujer.
–¡Socorro! ¡socorro! ¡socorro!
–Maquinas, todo a estribor!... ¡Stop!
Se les recogió, y desde su aparición los ingleses volvieron la cara: «Shoking! Schocking!»
El barco era francés; el capitán pidió a los pasajeros ropa para la baronesa del Puypelat y el conde de Treuilh…
… Los amantes viven en Londres. Julie se ha ido a reunir con su ama, y, por la tarde, en Boulogne – a la hora en que la playa se ilumina con los rojos besos del sol muriente, donde el mar se retira vacilante, arremolinado, con perezas de mujer voluptuosa, se ve merodear a un siniestro anciano cerca de la caseta de castidad, finalmente desierta.

DUBUT DE LAFOREST

Publicado en La Petite Caricature el 10 de junio de 1898
Traducción de José M. Ramos González

El pequeño botones del Cosmo-Club (relato)


Eran las seis de la tarde, y los últimos besos del astro saludaban el declive de una magnífica jornada otoñal, iluminaban la plaza del Chateau-d’Eau, irradiaban los chorros líquidos de la gran fuente, se reflejaban con fuegos rojos y amarillos en los cristales de las casas, se acumulaban alrededor de la estatua, recalentaban y animaban al león de bronce, lo acribillaban de mil dorados y parecían levantar a la Mujer de Francia en una apoteosis, arrojando sobre la tierra el oro y la sangre del cielo.
Ante la estación del ómnibus, Gustave Monistrol iba y venía, con el monóculo en el ojo, sus morenos bigotes erizados, y se decía:
–Ya ha tenido bastantes mujeres de mundo, actrices, casquivanas y pequeñas obreras; ya estoy harto de las francachelas parisinas; ¡quiero y tendré una burguesa de provincias!
Precisamente, un caballero y una dama esperaban el ómnibus.
En chaleco negro y sombrero de copa, alto y delgado, con un rostro puntiagudo donde se enredaban unos pelos grisáceos, el caballero observó:
–Hay más movimiento aquí que en Trimont-les-Fougères.
–¡Oh! sí, – dijo la dama – una gentil pelirroja, vestida con una blusa de lana escocesa, no muy distinguida, pero muy amable, muy vivaz, bajo su bonito sombrero de plumas y flores.
Ambos parecían emocionados, radiantes por la novedad o el esplendor de los seres y de las cosas, y Monistrol, que admiraba los hermosos ojos de la señora, se dijo con el corazón alegre: «¡Esto es asunto mío!»
Los provincianos y el parisino se instalaron en el ómnibus; conversaron desde la plaza del Château-d’Eau hasta la Madeleine. Aquí, los tres viajeros desaparecieron.
De inmediato, Monistrol entraba en el Cosmopolitan Club de la calle Castiglione, y escribió:

«A la Señora Blanche Vatinel,
Hotel del Danubio
calle Godot-de-Mauroy

«Querida alma,

«He sentido vuestra mano temblar en la mía… Os amo y bendigo al dios de los ómnibus… ¿Vuestro día y vuestra hora, por favor? Entregue la respuesta a Alfred, el joven botones del Cosmo-Club en el que podéis confiar plenamente.
«Os beso los labios y los pies tiernamente, apasionadamente, irresistiblemente.
«GUSTAVE.»

Luego, el enamorado de la Señora Vatinel ordenó a un criado que llamase a Alfred.
Ahora bien, Alfred se encontraba cumpliendo un recado. El criado propuso a Felix o a Lucien; pero Monistrol creyó deber esperar al mensajero habitual de sus notas de amor.
Gustave tenía sus razones. Jamás recadero alguno de restaurante, café o casino ejercía tan bien su ministerio como el pequeño Alfred, un galopín de quince años cuya cabeza fina y rubia y cuerpo grácil evocaban el recuerdo de un joven paje de Carlos X. Muy correcto en su librea negra con ribetes rojos, tocado de un gorro de tela de gamuza con las iniciales doradas: C.-C., Alfred superaba con mucho a todos los expertos botones de los establecimientos parisinos, incluso a los más ilustres, a Victor, del café de la Paix, y a Gérême del Helder. Nadie mejor que él sabía deslizar una nota dulce entre los dedos de la esposa de un amigo, en nombre del invitado y a espaldas del anfitrión; nadie mejor que él sabía conducir a un jugador en un coche estacionado y anunciar: «Entrad, caballero; bajad las cortinas, señora. Su marido juega, está en racha, Diviértanse; ¡tómense su tiempo!» Nadie mejor que él sabía traicionar a uno por otro y a ambos a favor de un tercero. Gracias al infame botones, un viento de adulterio soplaba sobre el Cosmopolitan-Club; unas protuberancias asomaban a la cabeza de los banqueros y de las eminencias, – y el muchacho habría podido exclamar, digno émulo de Lucrecia Borgia: «¡Caballeros, son todos ustedes unos cornudos!»
De regreso al círculo, Alfred se puso a las órdenes del Sr. Monistrol.
–Para una dama de provincias, – declaró Gustave, entregando su carta al querubín… Ya sabes, Alfred, es una provinciana… Nada de descaro… ¡con estilo! ¡con estilo!
–Sí, señor barón.

Mientras el bonito paje se dirigía hacia el hotel Danubio, el Sr. Adhémar y la Sra. Blanche Vatinel, satisfechos de una buena cena en el hotel, subían a sus habitaciones. ¡Ah! las buenas personas, y cómo respiraban el aire de provincias! Si el Sr. Adhémar, ex director del colegio de Trimont-les-Fougères, mantenía siempre los serios modales de su cargo escolar, Blanche, hija de ricos granjeros de los alrededores de la Souterraine, reía y disfrutaban, maravillada con las bellezas de París.
La Señora Vatinel deshacía unos paquetes del Louvre, del Bon-Marché y del Printemps.
–Mira, Adhémar, mira… ¡Unos tinteros japoneses a trece centavos!... ¡Pañuelos bordados a diez centavos… ¡Agendas gratis!... ¡No se lo van a creer en Trimont-les-Fougères!
Adhémar sonreía, feliz de la dicha de su esposa. Él, pobre director de colegio, y ya viejo, había tenido esa rara fortuna de ser distinguido por Blanche, su antigua alumna, una viuda pimpante y millonaria que acababa de esposarlo, a pesar de las burlas vecinales y la ira de la familia. Era su viaje de bodas, y el Sr. Vatinel trataba de enmascarar sus severas actitudes profesionales bajo manifestaciones mundanas y burlescas.
–¿Estoy demasiado serio, Blanche?
–No, Adhémar.
–Un tipo curioso, ese ciudadano del ómnibus, ese barón Gustave Mo… Motis… mo… mostrol…
–Monistrol.
–Eso. Algún viajante de comercio, sin duda.
–¡Caramba!
–Se tomó muchas familiaridades ese muchacho; es un maleducado y me entraron ganas de propinarle quinientos coscorrones y suspenderle el recreo cuando se ha permitido besarte la mano.
–Sobre el guante, Adhémar, sobre el guante.
–¡Del guante a la piel, señora, y de la copa a los labios!
–¿Qué quiere decir eso?
–Establezco una figura retórica…
–Olvida los castigos y las retóricas, puesto que ya has vendido el colegio.
–Y vos, señora, ¡olvidad al viajero del ómnibus!
–¡Celosillo!...

El pequeño botones del Cosmo-Club entró con paso ligero en el hotel Danubio y preguntó:
–¿El Señor y la Señora Vatinel?
Fue respondido por la dama del mostrador absorbida en sus libros:
–Vatinel… Tercer piso… Habitaciones 74 y 76.
Temiendo provocar sospechas, Alfred no se atrevió a informarse más; pero, en lo alto, supo por un criado que la señora ocupaba el 74 y el caballero el 76.
Suavemente golpeó en la 74, y cuando entraba, una mano lo agarró y una voz gruñó:
–¡Vaya, un colegial!
E incitaba a Blanche a la parafernalia amorosa
Blanche, aterrada, se deslizó entre sus sábanas; el ex director del colegio de Trimont-les-Fougères no soltaba al paje del Cosmopolitan-Club:
–¡Ah, bribón! ¡te atreves a introducirte en la habitación de una mujer casada!
–Caballero…
–De entrada, cochino, ¿a qué colegio perteneces?
–Al Cosmo.
–¿Eh?
–Al Cosmopolitan Club.
–¿Qué es eso?
–Un círculo.
–¡Ah! empleáis hoy el vocablo «círculo», en lugar de decir: pritaneo, gimnasio, instituto, colegio, escuela…
–Caballero…
–¡Silencio! ¿Cuántos sois?
–Tres botones, nueve criados, dos mayordo…
–… de estudio. Te hablo de los alumnos.
–¿De los señores miembros?
–¡Seguimos con la bromita!... «miembros», en lugar de alumnos… Veamos, ¿cuántos internos y externos?
–Cuatrocientos cincuenta.
–¿En qué clase estás tú?
–En la sala grande.
–Granuja, te has evadido por la tarde o por la noche, para deshonrar a una familia… Te mereces…
–Pero, señor, déjeme; le digo que soy botones en el Cosmo…
–Y yo te digo que eres un interno evadido y que voy a llevarte al colegio…
–Caballero…
–Se te infligirán los castigos y suspensiones…
–Gano tan poco.
–¡Vamos, en camino!
–Caballero…
–¡Andando!...
Sin escuchar las observaciones de la dulce Blanche, el Sr. Vatinel examinaba las iniciales de oro bordadas sobre el gorro del chico y grabadas sobre los botones de su uniforme.
–¿C.-C.? ¿Colegio Condorcet?
–¡Un Instituto, señor, el Condorcet!–replicó Alfred.
–¿Entonces, C.-C.? ¿Colegio Carlomagno?
–El Carlomagno es un Instituto! – gimió el paje.
–¿C.-C.? ¿Colegio Chaptal?
–No, no, señor Vatinel…C.-C, significa Cosmo-Club.
–Lo admito. ¿Tu nombre?
–Alfred.
–¿Alfred, qué?
–Alfred sin más.
–¡Un bastardo!... ¡Pobre pequeño!... Pues bien, Alfred, si me das la dirección de tu colegio o instituto, tu castigo será menor… Te llevaré en coche al Cosmo-Club.
–¡De acuerdo, señor!
Bajaron, tomaron un coche. El pequeño botones indicó una dirección lejana al cochero, y se detuvieron ante una casa de lenocinio.
–¿Es ahí? – preguntó el ex director del colegio de Trimont-les Fougères.
–Sí, señor.
–¡Cuántas ventanas! ¡Cuántas verjas!... ¿Esos son dormitorios?
Yes.
… Y mientras el Sr. Adhémar vociferaba en un salón repleto de mujeres desnudas, Alfred corría al hotel Danubio e incitaba a la Sra. Vatinel a la parafernalia amorosa con Monistrol.

JEAN-LOUIS DUBUT DE LAFOREST

Publicado en La Petite caricature  12 de abril de 1898.
Traducción de José M. Ramos González. Pontevedra 2/1/2017

jueves, 28 de enero de 2016

El hogar de las Vírgenes y las Arrepentidas (artículo)

Abandonando París, el otro día, no esperaba terminar mis vacaciones en los Bajos Pirineos mediante una visita a las Vírgenes y Arrepentidas, y, hombre poco devoto, mucho menos esperaba encontrar allí una enseñanza de alto alcance filosófico y social.
En Biarritz habíamos explorado la Négresse, el Viejo Puerto, la Costa de los Vascos, la Barre, los vestigios del castillo de Ferragus, ese edificio del silgo XIII que defendía el puerto; desde lo alto de la Atalaya, había oído la furiosa y terrible canción del mar, sus gruñidos, el ”bouhum” de la Roca inclinada; habíamos descendido a la Cámara de amor. Finalmente, cuando regresábamos de la Villa Eugénia, hoy abandonada, desnuda, con su aspecto de cuartel vacío, su parque devastado y el tranvía a vapor aullando a los muertos del castillo imperial – sobre la ruta de Bayona, alguien dijo:
–¿Y el Refugio? ¿Y las Bernardinas?
–¡Bah!–respondí yo – ¡un convento, un convento de mujeres! No nos dejarán entrar, o solamente nos permitirán ver cosas muy conocidas y sin interés.
–En eso estás equivocado – declaró mi interlocutor.

Partimos a pie desde Bayona; seguimos las soleadas riveras del Adour. Entramos en las landas y el paisaje se tornó triste. Ya no más villas coquetas, ni mármoles rosas, ni frondosidades graciosas, ni escalinatas dentadas; ni españoles y mantillas, ni abanicos; – nada más que arena, niebla y, allá abajo, inmensas olas cantando la gloria de la creación.
Al llegar a la colonia religiosa, una hermana acudió a abrirnos y nos condujo ante la Superiora, la Madre María-Elisabeth. Es una hermosa mujer de apenas cuarenta años, muy recta, el rostro rosado y los labios sonrientes, los ojos inteligentes y atravesados de dulces brillos, de una infinita bondad. Se adivina en ella, bajo su toca blanca y bajo su vestido azul, a la generala de las sirvientas de María.
–Caballeros, – nos dijo– voy a rogar a una hermana que os acompañe.
No creo que muchos monasterios de mujeres reciban así las visitas de hombres; pero la madre Elisabeth se limitó a ejecutar las prescripciones del fundador de la orden, el abad Cestac, y he aquí precisamente la originalidad y la magnificencia de la obra:
«Mi casa, escribe el Sr. de Pesquidoux, según el dictado del propio abad Cestac, mi casa está abierta a todo el que llegue y a todo el que se va. Hombres, mujeres, cristianos, incrédulos, amigos, enemigos, todos tienen el derecho de acudir cada día, a cada hora; todos pueden mirar, quedarse, trabajar, irse y volver cuando les parezca.
» La libertad y la luz, tales son las dos bases esenciales de mi fundación…»
¿Entienden?... ¡La libertad y la luz!

Naturalmente, el abad Cestac informa de todo a su Dios, a la Virgen, a los Santos. El infierno de sus pruebas, de sus luchas y de sus dolores, las amenazas de prisión por una labor ordenada y no pagada, los insultos que recibió cuando se le incriminaba por mezclar jóvenes huérfanas con prostitutas, por corromper las blancas vírgenes al contacto de las negras ovejas, de fundar una abadía alegre de Télamo o, peor aún, una isla de Lesbos – todos esos oprobios y todas esas ignominias, el curita campesino, el gran revolucionario, las ha soportado con valentía, y su orgullo triunfal se exhala, una vez él muerto, en un hosanna, en un cántico de gracias eternas.
El Sr. de Pesquidoux y los sacerdotes que han dedicado biografías al abad Cestac, muestran al hombre de Dios y sus virtudes evangélicas; y yo, profano, me gustaría descubrir al filósofo y estudiar al apóstol social, al renovador humano.
La historia del monasterio de Anglé es bastante curiosa. La resumiré:
Una mañana, dos mujeres huidas de una casa de tolerancia fueron a golpear en la puerta del abad Cestac. ¿Qué hacer con esas fugitivas? ¿Dónde meterlas y como alimentarlas? Cestac ya había recibido visitas similares y dirigido a las visitantes hacia los Refugios de Montpellier, de Montauban y de Toulouse. Esos establecimientos desbordaban. Entonces, el sacerdote tuvo la idea de ocultar a las damas en su desván, el desván de las huérfanas.
Hay algo muy parecido en una de las obras maestras de mi ilustre amigo Guy de Maupassant, pero se trata de una prostituta que se venga de un oficial prusiano y que el cura acoge, no en el desván, sino en un campanario[1].
Pronto, a esas huérfanas y a esas prostitutas se unieron otras infelices. El sacerdote las llevó por el río: construyeron cabañas de paja y allí vivieron, trabajando las planicies estériles abandonadas por el hombre.

La hermana nos condujo y nos llevó por los cultivos. Esa tierra perdida entre el cielo y el agua, toda esa campiña bulle de arrepentidas, cavadoras, escardadoras, carreteras, segadoras, uniformemente vestidas de azul, con los pies desnudos en unas sandalias de cáñamo y cubiertas con un amplio sombrero de paja sobre sus tocas blancas; llevan un escapulario, una gran cruz de cobre. De vez en cuando, se arrodillan, besan el suelo, con el rostro cubierto por un velo blanco que protege sus ojos del astro de oro, esas formas humanas prosternadas se levantan con el azadón en las manos. Trabajan; son panaderas, ganaderas, carpinteras, zapateras; van por todas partes y se les reclama sus servicios: cuidan enfermos, instruyen a niños, asisten a los ancianos, velan y amortajan a los difuntos, igualmente prestas a todos los deberes del sacrificio y de la caridad.
Ahora, la vanguardia de las Arrepentidas, las Vírgenes Bernardinas salían de la capilla y desfilaban una a una, silenciosamente, en el declinar de la tarde. Estaban todas vestidas de blanco, con velo, y marcadas a lo largo de la grácil espalda con una enorme cruz oscura. Nosotros nos apartamos, y ellas ganaron sus celdas.
Vírgenes Bernardinas, forman el blanco del rebaño, no hablan nunca entre ellas, jamás hablan con nadie, aparte de sus confesores, y no frecuentan nunca a las Arrepentidas – y trabajan. Visitamos los almacenes. Allí se fabrica todo tipo de objetos, ajuares de novias, ornamentos de sacerdotes, además de vestidos, faldas, camisas, encajes, hasta las pellizas, capas, manteles para altar, incluso muñecas vestidas de Bernardinas (capuchón, vestido y manto de lana blanca, cuerda alrededor de los riñones, crucifijo, etc.); también colchones.
Aquí, como allá, en el campo de las prostitutas como en el claustro de las vírgenes, se da la oración, pero con el trabajo.

Cuando estudio a Darwin y El Origen de las especies, o a Herbert Spencer sobre sociología, siempre observo la constatación del mal y nunca percibo ni un atisbo para remediarlo. Entre nosotros, el Sr. Fouillée y el conde de Haussonville buscan dicho remedio; pero los unos y los otros, que aclaman o desaprueban la caridad, se detienen ante los medios de justicia reparativa y contractual.
Spencer, en su obra The Man versus the State, lejos de alentar y ayudar a los desdichados y a los débiles, según las doctrinas del abad Cestac, y lejos de lamentarlo, dice: «La pobreza de los incapaces, la torpeza de los imprudentes, la eliminación de los perezosos, y este empuje de los fuertes que arroja a un lado a los débiles, son los resultados necesarios de una ley general y bienhechora.» Luego concluye: «Si la multiplicación de los peor dotados estuviese favorecida y la de los mejor dotados en recesión, se produciría una degradación progresiva de la especie, y esta especie degenerada daría lugar a las especies con las que ella se encontraría en lucha o en competición.»
¡Hurra por la especie! ¡Viva Leopardi!

So che natura é sorda,
Che miserar non sa.
Che non del bel sollecita
Fu, ma dell esser solo.

«Sé que la naturaleza está sorda, que no conoce la piedad y que solo se preocupa, no de la felicidad, sino únicamente de la existencia.»
La especie está contenta, la naturaleza jubila, y el individuo sufre. ¿Es nuestra misión inmiscuirnos en los asuntos de la naturaleza y proteger a la especie contra el individuo, contra el género? ¿Quién nos obliga a ello y de qué nos sirve soñar con un mundo perfecto en el año 6000? Esta inmolación de los desheredados, esta imperiosa necesidad de anularlos, a fin de fortificar el «tipo» mediante sucesivas evoluciones, ¿tienen una fuente justa o incluso sentido común?
¿Y además, la hecatombe haría a la especie mejor y más feliz? Tengamos la imagen de un ideal humano – y no la tenemos – que nada pueda romper las leyes de armonía y de amor. La naturaleza quiere fuertes y débiles, y tiene en reserva esos elementos diversos cuyas causas ignoramos y cuyos efectos nos vemos impotentes en detener.
No tratemos de perfeccionar al hombre de los siglos futuros (destruyéndonos a nosotros mismos) y conformémonos con mejorar el destino del ser presente.
Desde luego, poseemos brillantes teorías sobre cuestiones económicas, y no encuentro estadísticos de primer orden que digan el número de indígenas de la Maub y la población nómada del Matelas Epatant. Se conocen de maravilla el total de los sufrimientos parisinos y extranjeros; se devora la lista de fallecimientos e inhumaciones, y nos faltan ocho suicidados en una misma noche para ponernos de pie y convencernos de que no todo va bien, bajo la tercera República, ni en otra parte.
El Emperador de Alemania, adivina el peligro; escucha el trueno; mira el cielo de las victorias enrojecer; escucha a la tierra temblar y se sume en serios problemas. ¿Dónde está el Parlamento francés con las reformas sociales, el estudio de las sociedades mutuas y cooperativas? El Parlamento parlotea y muere.
Hoy, son mujeres, Vírgenes y Arrepentidas quienes dan un ejemplo de la solidaridad. Los habitantes del Refugio presentan un cuadro restringido de un falansterio de Fourier. Pero, dirá usted, y usted tendrá razón, ¡si todas las mujeres actuasen de igual modo, el mundo pronto habría acabado! Estoy de acuerdo. ¿Qué impide entonces a nuestros dirigentes crear falansterios para los dos sexos? Hay en las Landas, en el Limousin, en Bretaña, en Argelia, terrenos sin cultivar. ¿Por qué no enviar a los obreros y obreras sin trabajo? La agricultura carece de mano de obra? ¡Pues hete aquí! ¿No sería eso mejor que expedir un día u otro a los comuneros a la Nouvelle?
En una sociedad libre, el único derecho del hombre y de la mujer, su derecho inmortal, es el derecho al trabajo y al alimento. Un sacerdote lo ha comprendido, un pequeño cura de campo que, mediante las puertas abiertas de su monasterio y mediante el pan ganado y asegurado, da una lección a nuestros filósofos y a nuestros socialistas.

Jean-Louis Dubut de Laforest.

Publicado en Le Figaro, el 11 de agosto de 1890
Traducción de José M. Ramos González.



[1] Se trata del cuento de Guy de Maupassant, Mademoiselle Fifi, publicado por primera vez en el Gil Blas, el 23 de marzo de 1882 bajo el pseudónimo de Maufrigneuse. (Nota del T.)

miércoles, 27 de enero de 2016

Los venenos mundanos (artículo)

Aunque el Consejo de Estado, en el mes de mayo pasado, haya ratificado un decreto del ministro del interior, imposibilitando a un farmacéutico la explotación de su titulación, porque ese farmacéutico había vendido morfina a dos clientes por treinta y tres luises – el veneno «amable», el veneno «selecto», el Nirvana de nuestros fines de siglo, todavía despliega su espantosa devastación.
En Francia hay cincuenta mil adictos, y este número es sobrepasado en Inglaterra y Alemania. Se ha necesitado construir hospitales especializados en Londres y en Berlín; pero América gana por la mano a los iniciados de la vieja Europa. Allí, los establecimientos se multiplican y se propagan.
¡Ah! ¡Qué orgulloso debe estar el Sr. Wood[1], el médico inglés que instauró el uso de la morfina mediante inyecciones hipodérmicas! ¡Deben estar orgullosos los mayores prusianos que, durante las batallas de 1866 y del 70, empleaban la droga contra toda sensación anormal y perdían las gafas y diagnósticos bajo los fenómenos de una embriaguez desconocida! Sí, el doctor Wood y los médicos alemanes tienen todo el derecho a enorgullecerse – ellos o sus sombras – ¡pues nunca artistas contribuyeron de tal modo a abreviar los viajes sobre nuestro gracioso planeta!
Y, alrededor del astro Morfina, cuyos torrentes de luz se transforman en arroyos de sangre y en velos de duelo, gravitan unas constelaciones de primer y segundo orden: Turquía tiene sus consumidores de opio; China sus fumadores; los jóvenes americanos del centro lían cigarrillos de té; los del norte aspiran el gas del petróleo crudo o nafta; Irlanda tiene sus bebedores de éter; Argelia, sus bebedores de absenta; los Orientales adoran el hachís; los noruegos son adictos a la estricnina; los congoleños comen la pólvora; las damas rusas prefieren el sulfonal y los alemanes la cocaína. Entre nosotros, y por todas partes, el tabaco y el alcohol; pero la morfina se encuentra a la cabeza de los alcaloides, de los venenos mundanos.
Uno se pincha, se anima, luego se duerme, se despierta y sufre; se está loco o muerto, y los médicos discuten el término exacto.
Levinstein (alemán) propone «morfimanía»; Zambacco (turco)[2] prefiere «morfeomanía»; Ball (francés) solicita que sea «morfinomanía». Quedémonos con el Sr. Ball, sin esperar los veredictos de los Cuarenta del puente de las Artes y de los Seis de Auteuil-Goncourt.
Al principio, la enfermedad artificial se acantonaba entre las personas relacionadas con el oficio y sus allegados –médicos, farmacéuticos, mozos de laboratorio y enfermeros. Hoy, el morfinómano es un apologista y genera prosélitos.

ESTADÍSTICA DEL DR LEVINSTEIN
Médico jefe en Schoeneberg-Berlin

32 médicos
8 esposas de médicos
1 hijo de médico
2 religiosas
2 enfermeros
1 comadrona
1 estudiante de medicina
1 esposa de farmacéutico
6 farmacéuticos
1 esposa de oficial
18 oficiales
5 esposas de hombres de negocios
11 hombres de negocios
4 mujeres rentistas
3 rentistas
2 profesoras
1 profesor
4 empleadas
4 magistrados

3 propietarios

82
28


ESTADÍSTICA DEL DR. G. PICHON
Jefe de Clínica en la Facultad de Medicina de París

17 médicos
12 esposas de médicos
7 estudiantes de medicina
4 esposas de farmacéuticos
5 farmacéuticos
13 mujeres de baja ralea
3 estudiantes de farmacia
11 obreras de todo tipo
7 obreros
4 enfermeras
3 enfermeros
3 artistas
2 mozos de laboratorio
3 casquivanas
1 fabricante de instrumentos
1 comadrona
3 artistas
2 criadas
2 estudiantes de derecho
1 religiosa
2 hombres de letras

2 hombres de negocios
54
3 propietarios

2 abogados

2 campesinos cultivadores

1 marinero

1 sacerdote

1 oficial

2 dependientes de comercio

66


Ya lo ven ustedes: Hay de todo, desde la alta sociedad hasta las muchachas galantes, desde los abogados hasta los campesinos y los obreros. El doctor Pichon, que se dirige particularmente a la clientela burguesa, señala un solo oficial en los 66 casos observados entre el sexo fuerte; el doctor Levinstein encuentra 18 cargos del ejército alemán, sobre 82 individuos. Nuestro ejército no es indemne, a pesar de la estadística del doctor Pichon, y los informes de los médicos militares constatan un profundo agravamiento del mal de Wood.

De igual modo que el hipnotismo divierte a los engominados y a los ociosos, así el morfinismo se convierte en una moda, un deporte. En Constantinopla, las esposas del Sultán se inyectan bajo los globos oculares unas agujas variadas con un arte infinito; en París, las grandes damas poseen joyas-Pravaz[3], elegantes jeringuillas, muy pequeñas, en cantadoras, de plata, en rojo u oro, con sus iniciales, sus escudos heráldicos; tienen maravillosos frascos cincelados donde se ilumina el encantador licor; joyeros de seda roja o de terciopelo azul, según sea invierno o verano, el color de los perifollos o el cabello.
–Señora baronesa, ¿está usted visible? – interroga el vizconde.
–La señora se pravazina, – responde la dama de compañía, muy estirada ella.
Es el té de las cinco. Unos amigos y amigas rodean a la dama, adulan el frescor de su tez y el brillo de sus ojos. Tenía migraña, y una ligera inyección ha disipado las brumas de su frente; estaba nerviosa, irritada; ahora es amable, espiritual, revelando el secreto de su metamorfosis.
–¡Oh! querida!
–¿Me enseñáis eso?
–Claro que no… unos imbéciles dicen que es muy dañino.
–¡Os lo suplico!
–Pero vos no estáis enferma.
–¿Yo? ¡Sufro a morir!
–¡Pues bien!, la morfina os calmará.
Y la morfina las calma; experimentan sensaciones de beatitud, una embriaguez paradisiaca. Pronto, a este despertar del espíritu, a esa sobrenatural alegría, suceden la torpeza y el embotamiento. ¡Rápido, una inyección! La primavera florece en los rostros y en las rosas… Más y más… Días y meses transcurren, y las jóvenes damas en un «estado de necesidad», envenenados sus cerebros y sentidos, tiemblan y balbucean como ancianas. No retroceden ante nada para satisfacer su pasión –ocultan la morfina en sus polveras, en los zapatos, en los carretes de hilo desbobinados y vueltos a bobinar, en las lujosas prendas de uso íntimo.
Si se les impone la abstinencia, padecerán crisis nerviosas, alucinaciones, ideas de suicidio y de asesinato; si usted descuida guardia, corren, si es necesario, completamente desnudas, hasta la farmacia más cercana; si usted las encierra en su domicilio o en una casa de salud –mediante amenazas, blasfemias y ofrecimientos de dinero, mediante ruegos, lágrimas y manifestaciones de dolor –las verá convencer a la más terrible de las guardianas y corromper a la más fiel de las sirvientas.

¡Cuántas locuras, cuántos crímenes, cuántos duelos! ¡Oh, la Pravaz! Observen en el último circulo olvidado del Infierno de Dante a los poseídos del delirium tremens morfínico: Aquí, un joven declara: «!He perdido mi corazón!» – y va, con el rostro lívido, golpeando puertas, estremeciéndose al tic tac de los relojes; allí, un viejo oficial llora y gime, habla de gatos que le arañan, dice que su estómago se divide en dos; más allá, una dama aúlla a unos monstruos sentados sobre su cuerpo; siente unas cornejas penetrar en su cerebro, lagartos y víboras sorber y devorar sus entrañas; otra dama se levanta regularmente a medianoche, extiende los brazos para defenderse y grita, con voz angustiosa: «¿Que me queréis, fantasmas?» Otra enferma, aunque muy conocida en los tribunales, Marie R… (9ª habitación, junio de 1890), esta Marie, antaño dulce y encantadora, a partir de ahora víctima de las inyecciones, esta Maríe maltrata a su hijita de cuatro años de edad. Unos hombres se apuñalan, unas mujeres se estrangulan: tales son los paraísos del Artificio, sueños de Baudelaire, tales son los ideales que albergan las mortales embriagueces, donde los perfumes y los licores toman formas y aspectos humanos, poses, gestos y sonrisas de amantes embrujadas, rubias como los tabacos de Oriente, floridas de verde como las absentas, dorados como las añejas y buenas aguardientes, más deliciosamente embalsamados que la nafta, sutiles, blancos y virginales como la morfina y el éter.
¿Hay remedio, hay salvación? ¿Cómo combatir el mal? Algunos médicos exigen la supresión de las jeringas, la supresión inmediata y radical; otros recetan compensadores de narcóticos menos peligrosos: el cloral, el café, el alcohol. Se trata de engañar a los enfermos con inyecciones de agua pura; pero, el morfinómano es semejante al alcohólico, y es necesario dosificarlo, según opinión de las celebridades médicas francesas y extranjeras, Ball, Güntz, de Burkart, Zambacco, Magnan, Levinstein, Pichon, de Monvel, etc.; en cuanto a los médicos y a los farmacéuticos, acostumbrados los unos y los otros a estar en contacto con la morfina, su recaída es segura. ¿Qué hacer? ¿Prohibir la venta e incluso la fabricación del veneno mundano? Tal vez. Entonces, ¿echarán de menos las verdaderas enfermedades?

Hachís, opio, alcohol, tabaco, morfina, té, nafta, cocaína, estricnina, sulfonal, queridos señores y nobles damas, ¿a dónde nos lleva todo esto?
Queridos paraísos artificiales, un barnum[4] americano ya os anuncia bajo el nombre de agentes «pasionimétricos embriagadores», y desde el albor del siglo veinte se leerán vuestros atractivos eslóganes:

SUEÑO PARA TODOS.- Indicar la edad, el sexo, la profesión, el número de horas de sueño que se desea.
EMBRIAGUEZ PARA TODOS.- 3 píldoras al acostarse. Se es presa de una embriaguez de Sultán, paradisíaca; uno se levanta al son de trompetas del Juicio final.

¡Enterrados el Sr. Brown-Séquard y sus médulas de conejo! ¡He aquí la embriaguez, he aquí el sueño, he aquí el placer, señoras!... ¡Viva Borgia!

Una inmensa necesidad de reposo se apodera del hombre. Ya no quiere trabajar ni sufrir más; le ha robado algunos secretos a la naturaleza – pero lejos de perseguir sus conquistas y caminar un día como triunfador sobre la tierra vencida, sueña con el eterno olvido de los seres y de las cosas.

Dubut de Laforest.

Publicado en Le Figaro el 22 de septiembre de 1890.

Traducción.- José M. Ramos González.


[1] Alexander Wood (Edimburgo, 1817- íd. 1884) fue un médico escocés que pasó a la historia como el inventor de la aguja hipodérmica, que perfeccionaría el francés Charles Pravaz. El año de la invención fue 1853, cuando Wood ideó un instrumento que ayudase a aliviar el dolor de su esposa, Rebecca Massey, quien padecía un cáncer por entonces incurable, inyectándole morfina con frecuencia. Según se dice, su esposa fue la primera persona adicta a la morfina y finalmente ella falleció por una sobredosis de dicha sustancia, administrada con el invento de su marido. (Fuente: Wikipedia)
[2] El 29 de septiembre de 1890, apareció publicado en Le Figaro el siguiente suelto: «Bourron (Seine-et-Marne), 26 de septiembre.  Señor Redactor en jefe: En el artículo del Sr. Dubut de Laforest, sobre “los venenos mundanos”, publicado por Le Figaro el 22 de septiembre, está citado, como habiendo escrito contra la morfeomanía, mi padre, el doctor Zambaco Pacha. Usted añade entre paréntesis (Turco), error que debo reparar. En efecto, el doctor Zambaco Pacha, miembro correspondiente nacional de la Academia de medicina de París, oficial de la Legión de honor, etc., de origen griego y de nombre genovés, es ciudadano francés, como su hijo, que osruega insertar la presente rectificación y agradecérselo por anticipado. Demetrius-François ZAMBACO, Abogado en París.»
[3] Charles Gabriel Pravaz (1791-1855), cirujano y ortopedista francés que fue, junto con Alexander Wood, el inventor de la aguja hipodérmica. Aunque ambos llegaron a un instrumento similar, fue Pravaz quien la popularizó con ayuda de Louis-Jules Béhier. Pravaz usó su jeringa de pistón (conocida como jeringa de Pravaz) para la inyección intravenosa de anticoagulantes para el tratamiento del aneurisma. (Fuente: Wikipedia)
 [4] Charlatán de feria  (Nota del t.)