Los médicos acababan de prescribir
a la joven baronesa Henriette de Puypelat una temporada de baños de mar. El
viejo barón Stanislas acompañaba a su esposa. Marido celoso, de unos celos
monstruosos, muy contrariado por tener que abandonar su castillo del Périgord,
un lúgubre caserón donde mantenía a la mujer encerrada, el aristócrata evitó
las playas vecinas de la Gironde, a causa de los encuentros amistosos; descartó
Trouville, Dieppe, Cabourg, todos los centros importantes de hábitos demasiado
mundanos; por fin, eligió Boulogne, la colonia inglesa de rígidas costumbres.
En Boulogne, sufrió un desencanto. Muchas rostros de cuáqueros y cuáqueras,
pero también un gran número de gentlemans filtreando, apuestos caballeros en
culotes ceñidos, con camisas rojas, verdes, azules, de larga nariz y
prodigiosos cuellos almindonados. El barón quiso regresar, pero la baronesa se resistió,
y finalmente alquilaron una villa aislada del círculo habitual de los bañistas.
El Sr. de Puypelat prohibió a la
señora que frecuentase las casetas del establecimiento, así como aparecer por
el Casino. Si la villa se hubiese encontrado al borde del mar, Henriette habría
podido bajar desde su habitación en traje de baño y, a continuación, volverse a
vestir en su casa al abrigo de los monóculos.
Pero no quedaba ninguna casa de
alquiler de ese tipo, y el barón, que no quería que su esposa de desnudase aquí
o allá, obtuvo a precio de oro del concesionario de la playa, la autorización para
usar una caseta especial.
La caseta era muy lujosa, y distante
de la casa unos trescientos metros. Tanto para entrar en el agua como para
salir, Henriette permanecía invisible: una doble hilera de planchas la
resguardaba de todas las miradas, – excepto del ojo marital, – hasta que las
olas llegasen a mojar su cintura. Desde lo alto de un balcón, el marido
vigilaba a la bañista, y solamente Julia, la doncella, esperaba, con un
albornoz en la mano, y el baño de pies de la señora.
Cada noche, a la hora de la
música, se podían ver a esos dos seres, el verdugo y su víctima: él, un
hombrecillo, delgado, arrugado, de rostro simiesco, cabellos canosos pegados a
las sientes, una boca desdentada, un rictus de monstruo, manos crispadas y
vellosas, patas de animal salvaje; ella, alta y rubia, de una belleza
ateniense, siempre con velo. Se paseaban sentándose lejos de la gente. Al menor
paso de las boinas o las camisas multicolores, Stanislas gruñía: «¡Señora, baje la mirada!» Y si
ella vacilaba, el odioso mono la arrastraba, se colgaba de sus faldas, se levantaba,
le mostraba el puño, le propinaba un golpe de garra, dirigiéndole innobles
insultos con una carga escatológica de carretero o de cochero.
¡Pobre baronesa! Después de tres años de matrimonio, llevaba
una vida de galeras. Hija de nobles sin fortuna, unos parientes, felices
de desprenderse de ella, la habían emparejado con este triste caballero. Henriette
ignoraba aún los goces naturales del amor; no sabía del amor más que las orgías
a las cuales los viejos libertinos e impotentes condenan a sus esposas. ¡Qué
suplicio! ¡Qué martirio! ¡Oh! ¡pagaba muy caro, pagaba con sus disgustos y
lágrimas, los lujosos vestidos! Virgen, a pesar de los horrores de alcoba;
virgen, a pesar de las mancillas, temblaba de un inmenso deseo de huir del verdugo.
¿Qué sería de ella? La prostitución le espantaba: un temor religioso le impedía
matarse – y, dolorosamente, escalaba su calvario.
Ese día, uno de los bañistas más
elegantes de Boulogne, hábil parisino en todos los deportes, de una musculatura
de atleta, gimnasta aficionado del circo Molier, joven aristócrata, el conde
Léopold de Treuilh, seguía a la baronesa entre las olas. Excelente nadadora, la
Sra. de Puypelat se aventuraba a lo lejos, cuando sintió una mano ligera
acariciar, cosquillear, bajo el agua, sus maravillosas formas.
Al principio, se revolvió; pero,
emergiendo de la cabeza, los bigotes húmedos y apenas rizados, Léopold
pronunciaba su nombre, su título, murmuraba dulces palabras; ella lo miró, la
espalda vuelta hacia Stanislas que vigilaba desde las alturas del balcón.
–Baronesa, él no puede vernos; me
sumerjo.
En efecto, se sumergió, se perdió
de vista, se volvió a deslizar con los labios sonrientes, ávidos de besos, los
dedos temblorosos de amor. ¿Qué intentar en medio de la ola? Los sabios ataques
siempre eran cortados por las montañas de blanca espuma, y, en sus rápidos
abrazos con un solo brazo (el otro golpeaba la ola), en sus besos húmedos y
sabrosos, se arriesgaban a ahogarse, a morir, ella virgen, y él tocando a las
puertas rubias.
–¿Por la noche?
–Imposible. Me vigila
constantemente.
–¿Por el día?
–No me deja, salvo a la hora del
baño, pues tiene miedo al agua.
–¿En vuestra caseta? Me ocultaré…
–Él comprueba la caseta; tiene una
llave.
–¿Y si lo matase?
–Iríais a prisión.
–¿Un duelo?
–No se bate.
–¡Mal nacido!
–¡Oh! ¡sí!
Al día siguiente, el Sr. de
Treuilh abordaba a la doncella.
–Julie, ¿quiere ganar cincuenta
luises?
–¿Qué desea señor conde? – dijo la
sirvienta, ya iniciada en el misterio de las aguas.
–Va usted a prestarme uno de sus
vestidos y uno de sus gorros.
–¿Para introduciros en la caseta
de la señora?
–Lo ha adivinado, bribona.
–El señor conde no ignora que me
juego mi puesto de trabajo.
–Cien luises.
–Acepto. Esto irá muy bien. El
señor conde es más o menos de mi talla, y yo tengo precisamente un vestido y un
gorro nuevos.
–¡Diablos! ¿Pero dónde vestirme?
–Yo indicaré al señor un camino
favorable. Por allí no pasa nadie.
–Usted se esconderá mientras yo la
reemplazo.
–No tema, señor conde.
En vestido de color lila, con un
gorro de tela y un mandil blanco atado a la cintura, Léopold acechaba la salida
de la bañista, con las mejillas y los bigotes tapados con una venda como si
tuviese dolor de muelas. Henriette apareció. Él la cubrió con un albornoz y
ambos caminaron hacia la caseta. ¡La mujer, virgen de un anciano rabioso y afectado
de impotencia! ¡Durante tres semanas, el delirio, la embriaguez! Al aristócrata
le gustaba abrazar a Henriette toda mojada, secar su cabellera dorada, los
senos y los piececitos rosados, pasear alrededor del delicado y voluptuoso cuerpo
las cálidas toallas de batistas finas. El también se desprendía de sus molestas
prendas; llevaba a la dama rubia sobre la camilla de reposo, y, ambos, en sus
desnudez soberbia, glorificaban la naturaleza con un himno de amor.
La Sra. de Puypelat amaba al conde
de Treuilh; lo amaba con todo el calor de su sangre; le contaba las mil
angustias de su pobre existencia, las inquisiciones perpetuas, los insultos, la
vergüenza de su caseta de paria, y Léopold, de rodillas, le suplicaba que
abandonase al terrible y ridículo marido.
–Iremos a Londres. Soy rico. ¡Oh,
mi Henriette, dejadle vuestras joyas, vuestros vestidos, vuestros sombreros!
Henriette lo escuchaba, radiante.
–¿Mañana?
–Sí, mañana.
Y la bañista gemía, incapaz de
tomar una decisión.
Naturalmente, el barón no se
preocupaba demasiado de la caseta, una vez que la señora regresaba y cuando Julie
traía los vestidos del Sr. de Treuilh y vaciaba el baño… de pies.
Una tarde, el Sr. de Puypelat vio
a Julia que montaba guardia, en la curva de un sendero, y al mismo tiempo, vio
a otra Julie que envolvía con un albornoz los hombros y las chorreantes piernas
de la baronesa. «¿Estoy
soñando?, se dijo. ¿Estoy loco? ¿O es que veo doble?» Se frotó los ojos. No, no se engañaba. Una Julie a
la derecha; una Julie a la izquierda: ¡dos Julies! La una y la otra de altura
similar, los vestidos, los mandiles y los gorros idénticos, dos vendas
semejantes en la mandíbula.
Stanislas bajó. Una vez llegó ante
la caseta, extrajo su llave, abrió, entró, con el revolver en la mano. Henriette
emitió un grito de alarma y, de pie, Léopold protegía a la mujer. Este tomó el
baño de pies y, con brazos hercúleos, lanzó violentamente el contenido a la
cabeza del viejo. Cegado, empapado, el Sr. de Puypelat buscaba el gatillo de la
pistola. Sin perder un minuto, sin preocuparse de su desnudez ni de la de la
baronesa, el Sr. de Treuilh se agachó:
–¡Henriette, sube a mis espaldas, agárrate
a mi cuello!
Ella obedeció. Léopold se arrojó
al mar, nadador intrépido, y el barón disparó tres balas; todavía apuntaba.
Cuando los enamorados, intactos,
estuvieron fuera de alcance, Henriette se puso bravamente a nadar. Estaban
rotos; extenuados; se saludaban con una última mirada; pero un barco enfilaba
en dirección norte.
–¡Hombre al agua! ¡Stop!
–¿Dos hombres?
–No, un hombre y una mujer.
–¡Socorro! ¡socorro! ¡socorro!
–Maquinas, todo a estribor!...
¡Stop!
Se les recogió, y desde su
aparición los ingleses volvieron la cara: «Shoking! Schocking!»
El barco era francés; el capitán pidió a los pasajeros ropa
para la baronesa del Puypelat y el conde de Treuilh…
… Los amantes viven en Londres. Julie se ha ido a reunir con
su ama, y, por la tarde, en Boulogne – a la hora en que la playa se ilumina con
los rojos besos del sol muriente, donde el mar se retira vacilante, arremolinado,
con perezas de mujer voluptuosa, se ve merodear a un siniestro anciano cerca de
la caseta de castidad, finalmente desierta.
DUBUT DE LAFOREST
Publicado en La Petite Caricature el 10 de junio de
1898
Traducción de José M. Ramos González